PRINCIPIOS Y CRITERIOS DEL ARTE UNIVERSAL
Queremos dirigir la atención, una vez más (NA: Ver el capítulo: La cuestión de las formas de arte en nuestro libro De la Unidad trascendente de las Religiones y Esthétique et Symbolisme en Perspectives spirituelles et Faits humains (El primer libro ha sido publicado en Ed. Heliodoro, col. La Rama Dorada, Madrid, 1980. El Autor trata también la cuestión del arte en El Esoterismo como Principio y como Vía. Ed. Taurus, Madrid, 1982 (NT)), sobre la importancia fundamental del arte en la vida colectiva y la contemplación, importancia que resulta del hecho de que el propio hombre está «hecho a imagen de Dios»; sólo el hombre es tal imagen de manera directa, en el sentido de que su forma es perfección «axial» y «ascendente» y su contenido es totalidad. El hombre, por su teomorfismo, es obra de arte y artista a la vez: obra de arte porque es «imagen», y artista porque esa imagen es la del Artista divino (NA: Dios, según el lenguaje masónico, es el «Gran Arquitecto del Universo», pero también es pintor, escultor, músico y poeta; según cierto simbolismo hindú, crea y destruye los mundos «danzando»). Sólo el hombre — entre los seres terrenales — puede pensar, hablar y producir obras; sólo él puede contemplar y comprender el Infinito. El arte humano, como el arte divino, implica aspectos de determinación y de indeterminación, de necesidad y de libertad, de rigor y de gozo.
Esta polaridad cósmica nos permite establecer una primera distinción en el arte: el sagrado y el profano; en el primero, el contenido y el uso de la obra prevalecen sobre todo lo demás, mientras que en el segundo, dichos motivos no son más que el pretexto del gozo creador. Si bien el arte, en una civilización tradicional, nunca es completamente profano, puede serlo, sin embargo, de modo relativo, precisamente por el hecho de que su motivo es menos el simbolismo que el instinto creador; ese arte será profano, pues, por la ausencia de un tema sagrado o de un simbolismo espiritual, pero será tradicional por la disciplina formal que hace al estilo. La situación del arte no tradicional es completamente distinta: aquí, no puede tratarse de arte sagrado, sino, a lo sumo, de arte profano religioso; el motivo de este arte, por lo demás, es «pasional» en el sentido de que un sentimentalismo individualista e indisciplinado se pone al servicio de la creencia religiosa. El arte profano, sea naturalista y «religioso» como el arte cristiano de los tiempos modernos, o sea a la vez tradicional y mundano como las miniaturas medievales o indopérsicas, o también los grabados japoneses, presupone a menudo un punto de vista extrasacerdotal, presupone, pues, una mundanidad, que es un fenómeno relativamente tardío en las civilizaciones teocráticas; en las épocas primordiales, el arte se reducía, bien a objetos de uso ritual, bien a instrumentos de trabajo u objetos domésticos; pero incluso esos instrumentos u objetos, así como las actividades que implicaban, eran eminentemente simbólicos y se vinculaban, de ese modo, al ritual y lo sagrado (NA: Es muy significativa por su mismo carácter excesivo la reacción de un jefe sioux a quien habían introducido en un museo de pintura: «¡Así que esto — exclamó — es la extraña sabiduría del hombre blanco! Tala el bosque que estuvo en pie durante siglos con altivez y grandeza; desgarra el seno de nuestra madre tierra y echa a perder los ríos; desfigura despiadadamente las pinturas y monumentos de Dios y luego pintarrajea una superficie con colores y llama a eso una obra maestra!» (NA: Charles Eastman, The Indian Today, Doubieday Page & Co, 1915). Hagamos notar a este respecto que la pintura de los Pieles Rojas es una escritura, o, más precisamente, una pictografía).
Y esto es importantísimo: el arte sagrado ignora en gran medida la intención estética; la belleza deriva ante todo de la verdad espiritual, deriva, pues, de la exactitud del simbolismo y de la utilidad para el culto y la contemplación, y, sólo a continuación, de los imponderables de la intuición personal; de hecho, la alternativa no podía plantearse. En un mundo que ignora la fealdad en el plano de las producciones humanas — o, dicho de otro modo, el error en la forma —, la cualidad estética no puede ser una preocupación inicial; la belleza está en todas partes, comenzando por la naturaleza y el propio hombre. Si bien la intuición estética — en el más profundo sentido — tiene su importancia en ciertos modos de espiritualidad, no interviene, sin embargo, más que de manera secundaria en la génesis de la obra sagrada, proceso en el que la belleza, en primer lugar, no tiene por qué ser un fin directo, y, luego, está garantizada por la integridad del símbolo y la cualidad tradicional del trabajo (NA: El mero y simple esteta, cuyo punto de vista es forzosamente profano, revela su insuficiencia por la atmósfera de ininteligencia que se desprende de su arte y de su elección, y también por el hecho de que tiene siempre, en ciertos planos, gustos bastante groseros. Para la mayor parte de los clasicistas, los iconos eran «feos»; sus propias obras quizá no son feas, pero ciertamente carecen de verdad e inteligencia en la mayor parte de los casos). Pero esto no ha de hacer perder de vista que el sentido de la belleza, y, por consiguiente, la necesidad de belleza, es natural en el hombre normal, y es la condición misma del desapego del artista tradicional con respecto a la cualidad estética de la obra sagrada; dicho de otro modo, la preocupación capital por esta cualidad sería aquí como un pleonasmo. La ausencia de la necesidad de belleza es una inavalidez que no carece de relación con la fealdad inevitable de la era maquinista, y que se generalizó con el industrialismo; y como es imposible escapar a éste, de dicha enfermedad se hace virtud y se calumnia la belleza y el deseo de belleza conforme a este refrán: «El que quiere ahogar su perro, lo acusa de rabia». Quienes tienen interés en el asesinato público de la belleza procuran desacreditarla por medio de palabras tales como «pintoresco» o «romántico» — exactamente como se asfixia la religión llamándola «fanatismo» —, y tratan de hacer pasar la fealdad y la trivialidad por lo «real»; esto es reducir la belleza a un lujo de pintores y poetas. El culto del azar — del azar feo y trivial —, revela la misma intención: el «mundo como es», es la fealdad y la trivialidad recogidas en el caos de las coincidencias (NA: En Francia, por ejemplo, las inscripciones publicitarias se exponen, extendiéndose como una gangrena inmunda e insolente que roe el país, no sólo en las ciudades, sino también en los menores pueblos y hasta en ruinas aisladas, lo que equivale a la destrucción — o a una cierta destrucción —, de un país y de una patria; no desde el punto de vista «pintoresco», que no nos interesa aquí en grado alguno, sino respecto al alma de un pueblo. Esa desesperante trivialidad es como la rúbrica de la máquina, que quiere nuestras almas, y que se revela así como «fruto del pecado»). Hay un «angelismo hipócrita» que finge evitar este problema recurriendo al «puro espíritu», y que es aún más enfadoso cuando se alía a un «sincerismo» de hombre «comprometido» o «auténtico»; con esta manera de ver no se dejarán de encontrar «espirituales» — puesto que son «sinceras» — las cosas que están en los antípodas de toda espiritualidad. La abolición — «sincera» o no — de la belleza, es el fin de la inteligibilidad del mundo.
Pero volvamos a la cuestión del arte sagrado: si bien éste expresa lo espiritual de una manera directa, también el arte profano deberá expresar un valor, so pena de no tener ninguna legitimidad; este valor, aparte del que todo estilo tradicional transmite, es, en primer lugar, la cualidad cósmica del contenido y, luego, la virtud e inteligencia del artista. Es el valor subjetivo del hombre, pues, lo que aquí predomina, pero tal valor — y esto es esencial — está determinado por lo sagrado, por el hecho de que el artista se integra en la civilización cuyo genio forzosamente expresa; en otros términos, se hace portavoz, no sólo de valores personales, sino también de valores colectivos, estando determinados por la tradición tanto unos como otros. El genio es a la vez tradicional y colectivo, espiritual y racial, y, luego, personal; nada es el genio personal sin el concurso de un genio más vasto o más profundo. El arte sagrado representa ante todo el espíritu, y el arte profano el genio colectivo, el alma, siempre, desde luego, que se integre en la tradición; el conjunto de los genios espiritual y colectivo hace al genio tradicional, el que da su sello a la civilización entera (NA: En el arte tradicional, hay creaciones — o más bien tipos de revelación — que pueden parecer poca cosa desde el punto de vista del prejuicio de la obra maestra» individual, y también desde el punto de vista de las categorías «clásicas» del arte, pero que no dejan por eso de estar entre las obras insustituibles del genio humano: tales son las decoraciones nórdicas, tan ricas en símbolos primordiales, y cuyos motivos se encuentran además en el arte rústico de la mayor parte de los países de Europa y hasta en el subsuelo del Sáhara; tales son, también, las cruces de procesión de Abisinia, los toriis sintoicos, los majestuosos adornos indios de plumas de águila, y los saris hindúes, que combinan el esplendor con la gracia).
Antes de ir más lejos, acaso hubiera que definir lo «sagrado», aunque pertenece a esa categoría de cosas cuya claridad es deslumbrante; pero a causa, precisamente, de esa claridad, tales realidades se vuelven ininteligibles para muchos, como es el caso, por ejemplo, del «ser» o la «verdad». Así, pues, ¿qué es lo sagrado respecto al mundo? Es la interferencia de lo increado en lo creado, de lo eterno en el tiempo, de lo infinito en el espacio, de lo aformal en la forma; es la introducción misteriosa, en un campo de existencia, de una presencia que, en realidad, contiene y sobrepasa dicho campo y podría hacerlo estallar por una especie de explosión divina. Lo sagrado es lo inconmensurable, lo transcendente, oculto en una forma frágil de este mundo; tiene sus reglas precisas, sus aspectos terribles, y sus virtudes de misericordia; por eso la violación de lo sagrado, aunque sólo fuese en el arte, tiene repercusiones incalculables. Lo sagrado es intrínsecamente inviolable, de tal modo que la violación vuelve a caer sobre el hombre.
El valor sobrenatural del arte sagrado resulta del hecho de que transmite e impone una inteligencia que la colectividad no tiene; posee, como la naturaleza virgen, una cualidad y una función de inteligencia, que manifiesta por la belleza porque es esencialmente de orden formal; el arte sagrado es la forma de lo Aformal, la imagen de lo Increado, la palabra del Silencio. Pero tan pronto como la iniciativa artística se desliga de la tradición, que la vincula a lo sagrado, cae la garantía de inteligencia y la necedad se abre camino en todas partes; y el estetismo es la última cosa que pueda librarnos de ello.
Un arte no es sagrado por la intención personal del artista, sino por el contenido, el simbolismo y el estilo, así pues, por elementos objetivos. Por el contenido: debe ser representado tal asunto y no otro, sea desde el punto de vista del modelo canónico, sea en un sentido más amplio, pero siempre canónicamente determinado; por el simbolismo: el personaje santo — o el símbolo antropomorfo —, ha de estar vestido u ornado de cierta manera, no de otro modo, puede hacer tales gestos, no tales otros; por el estilo: la imagen debe expresarse mediante tal lenguaje formal hierático, y no en un estilo ajeno o caprichoso. En resumen, la imagen ha de ser santa por su contenido, simbólica por los detalles, y hierática por su tratamiento, sin lo cual carece de verdad espiritual, de cualidad litúrgica y, con mayor razón, de carácter sacramental; el arte, so pena de quitarse su razón de ser, no tiene ningún derecho a infringir estas reglas, y tiene tanto menos interés en hacerlo cuanto que estas aparentes restricciones, por su verdad intelectual y estética, le confieren cualidades de profundidad y poder que el individuo tiene muy pocas probabilidades de poder sacar de sí mismo.
Los derechos del arte, o más precisamente del artista, están en las cualidades técnica, espiritual e intelectual; estas tres cualidades son otros tantos modos de originalidad. Dicho de otro modo, el artista puede ser original por la cualidad estética de su trabajo, después, por la nobleza o la piedad que en éste se reflejan, y también por la inteligencia o el conocimiento que le permiten inagotables variaciones en los límites de lo dispuesto por la Tradición. Estos límites — cualquier arte sagrado lo prueba — son relativamente muy amplios: comprimen la incapacidad, pero no el talento ni la inteligencia. El genio verdadero puede desarrollar sin innovar: alcanza la perfección, la profundidad y la fuerza de expresión, de una manera casi imperceptible, mediante los imponderables de verdad y belleza, que maduran en la humildad, sin la cual no hay verdadera grandeza. Desde el punto de vista del arte sagrado o simplemente tradicional, uno no se preocupa de la cuestión de saber si una obra es «original» o «copiada»: en una serie de copias de un modelo canónico, determinada copia — quizá menos «original» que otra — es una obra genial por un concurso de condiciones preciosas que nada tienen que ver con una afectación de originalidad ni ninguna otra crispación del ego.
El arte sagrado — aparte su función de medio espiritual directo — es el soporte indispensable de la inteligencia colectiva; abolir dicho arte, como lo hizo el Renacimiento, y, en la antigüedad, el siglo V a. d. C., es abolir dicha inteligencia — o, digamos, esa «intelectualidad» —, y dar libre curso a una sensibilidad pasional y en lo sucesivo incontrolable (NA: Se trata verdaderamente de «inteligencia colectiva», y no de inteligencia a secas; la decadencia griega no afectó al espíritu de un Platón. Coprometer la inteligencia colectiva es evidentemente hacer cada vez más precaria la aparición de inteligencias particulares. Lo que había destruido la decadencia griega lo recreó por un milenio el cristianismo). No hay que olvidar, por otra parte, la función teológica del arte religioso: el arte debe enseñar las verdades reveladas, por medio de sus aspectos determinados, a saber, sus tipos o modelos, y ha de sugerir los perfumes espirituales por sus aspectos sutiles, los cuales dependen de la intuición del artista; ahora bien, el arte religioso naturalista hace inverosímil la verdad y odiosa la virtud, por la simple razón de que la verdad se encuentra sofocada por el estrépito de una descripción forzosamente falsa, y de que la virtud se ahoga en una hipocresía difícil de evitar; el naturalismo obliga al artista a representar como si lo hubiera visto lo que no ha podido ver, y a manifestar una virtud sublime como si la poseyese.
Esta función docente incumbe también, aunque de un modo mucho menos directo, al arte profano, que se vincula a la tradición por el estilo y la mentalidad del artista; podemos discernir en las miniaturas del medioevo una expresión sin duda indirecta, pero, con todo, inteligible, del espíritu cristiano. Sin embargo, la oportunidad del arte profano es psicológica más bien que espiritual, de modo que guarda siempre un carácter de «espada de doble filo» o de «mal menor»; por eso no hay que asombrarse de las condenas severas que alcanzaron al arte profano en épocas aún impregnadas de un espíritu sacerdotal. Aquí, como en otros campos, las funciones de las cosas pueden variar según las circunstancias.
La Escritura, la anagogía y el arte derivan, en muy diversos grados, de la Revelación. La Escritura es la expresión directa de la Palabra celestial, y la anagogía es su comentario inspirado e indispensable (NA: Se trata de los comentarios esenciales, de una inspiración que no por ser secundaria deja de acompañar necesariamente a la Revelación; otros comentarios, ya sean metafísicos, místicos o legales, pueden no ser indispensables); el arte es como el límite extremo o la corteza material de la tradición y se acerca de ese modo, en virtud de la ley de los «extremos que se tocan», a lo que la tradición tiene de más interior; también él es, pues, inseparable de la inspiración. La anagogía sirve de vehículo transmisor a la inteligencia metafísica y mística — aparte la interpretación puramente legal — mientras que el arte es el soporte de la inteligencia colectiva, y es contingente en la medida en que lo es la colectividad como tal. En otros términos, la Revelación escrituraria se acompaña de dos corrientes secundarias, una de las cuales es interior, e indispensable para el contemplativo, mientras que la otra es exterior, e indispensable para el pueblo; para el sabio no hay ninguna medida común entre el comentario de la Escritura y el arte — puede incluso pasar sin este último, a condición de que lo sustituya por un vacío, o por la naturaleza virgen, y no por un arte falso — mas, para la tradición entera, el arte asume una importancia casi tan considerable como la exégesis, puesto que la tradición no puede manifestarse fuera de las formas; o aún, si bien la élite tiene mucha más necesidad de la exégesis que del arte, el pueblo, en cambio, tiene mucha más necesidad del arte que de las doctrinas metafísicas y místicas; ahora bien, la élite depende «físicamente» de la colectividad total, e indirectamente, pues, tiene necesidad del arte.
Sin embargo, el comentario, en el sentido más amplio, implica un aspecto de exterioridad, puesto que trata también de cuestiones exotéricas; inversamente, el arte tiene un aspecto de interioridad y de profundidad en virtud de su simbolismo, y entonces cambia de función y se dirige directamente al contemplativo: se vuelve, así, soporte de intelección gracias a su lenguaje extramental, concreto y directo. Junto al comentario metafísico y místico de la Escritura, hay un comentario legal y moral que se dirige a la comunidad entera, como hay, junto a la función formal y colectiva del arte, una función estrictamente espiritual y esotérica; desde este punto de vista, el arte aparece como más interior, y más profundo que todas las demostraciones verbales, y eso explica la función central que puede asumir una imagen sagrada, por ejemplo la de Buddha. Hay una correspondencia bien significativa entre la pérdida del arte sagrado y la de la anagogía, como lo muestra el Renacimiento: el naturalismo no podía matar el simbolismo — el arte sagrado — sin que el humanismo matase la anagogía, y, con ella, la gnosis; ello es así porque los dos elementos, tanto la ciencia anagógica como el arte simbólico, están esencialmente en relación con la intelectualidad pura.
El arte cristiano se funda, desde el punto de vista doctrinal, en el misterio del Hijo «Imagen» del Padre, o del Dios «convertido en hombre» (NA: imagen) a fin de que el hombre (NA: hecho a imagen de Dios) «se convierta en Dios». En este arte, el elemento central es la pintura: se remonta, dice la tradición, a la imagen de Cristo milagrosamente estampada sobre un lienzo enviado al rey Abgar, y también el retrato de la Virgen pintado por San Lucas o los ángeles; otro arquetipo de los iconos de la Santa Faz es, por su propia naturaleza, el Santo Sudario, prototipo de los retratos sagrados, y, después, el crucifijo. «La pintura de iconos — declara el VIII concilio ecuménico — no ha sido, en modo alguno, inventada por los pintores, sino que, por el contrario, es una institución confirmada y tradición de la Iglesia» (NA: El patriarca Nikon, en el siglo XVI, hizo destruir los iconos influidos por el Renacimiento y amenazó de excomunión a los pintores y propietarios de tales imágenes. Después de él, el patriarca Joaquim exigió en su testamento que los iconos se pintasen siempre según los modelos antiguos, y no «según los modelos latinos o alemanes, que están inventados según la arbitrariedad personal de los artistas y corrompen la tradición de la Iglesia». Se podría citar un número bastante grande de textos de este tipo. En la India, la tradición habla del pintor Chitrakara, que fue maldito por un brahmán por haber violado las reglas en la composición de una pintura cuya disposición había recibido. Si bien la imagen pintada es una expresión necesaria de la espiritualidad cristiana, la imagen esculpida, en cambio, sólo tiene una necesidad secundaria y más o menos «local»: la catedral cargada de esculturas es ciertamente una expresión profunda y poderosa del cristianismo, pero determinada esencialmente por la fusión de los genios germánico y latino. La fachada gótica quiere ser una predicación tan concreta como sea posible; puede incluir elementos esotéricos, y lo hace incluso necesariamente en razón de su simbolismo —, pero no tiene el carácter casi sacramental del iconastasio, carácter, por lo demás, desconocido para Carlomagno, para quien la función de las imágenes no era más que didáctica, conforme a un «racionalismo» típicamente occidental. Una de las glorias de la catedral de Occidente es la vidriera, que es como una abertura hacia el cielo; el rosetón es un símbolo centelleante del universo metafísico, de las reverberaciones cósmicas del «Sí»). Pero el uso general de los iconos no se impuso sin dificultad: si a los primeros cristianos les costaba cierto trabajo el admitirlos, era en razón de la herencia judaica; los escrúpulos eran del mismo orden que los que experimentaban los cristianos de origen judío para abandonar las prescripciones alimentarias del Mosaísmo. Está en la naturaleza de ciertos valores tradicionales el que sólo se actualicen plenamente con arreglo a una situación humana dada; la doctrina de san Juan Damasceno fue providencial en el campo del arte sagrado, pues formulaba verdades que hubiera sido imposible enunciar desde el principio. El arte sagrado tiene también campos más o menos secundarios, no por definición, sino desde el punto de vista de determinada perspectiva tradicional — por ejemplo, en el Cristianismo, la arquitectura y el esmaltado —, y entonces son elementos de arte preexistentes los que dan la materia prima — simbólicamente «caótica» — al nuevo arte: así, el genio espiritual del Cristianismo podía servirse, para sus expresiones artísticas, de elementos grecorromanos, orientales y nórdicos; elementos tales fueron refundidos en un modo de expresión sumamente original, como ocurrió, por lo demás, mutatis mutandis, en las civilizaciones islámica y búdica.
Bastante cercano al concepto cristiano del arte es el del Budismo, al menos en cierto aspecto: el arte búdico, como el cristiano, está centrado en la imagen del Superhombre portador de la Revelación, aunque difiriendo de la perspectiva cristiana por su no-teísmo que todo lo reduce a lo impersonal; si el hombre se sitúa lógicamente en el centro del cosmos, es «por accidente» y no por necesidad teológica como ocurre en el Cristianismo; los personajes son «ideas» más bien que individuos. El arte búdico evoluciona alrededor de la imagen sacramental de Buddha, dada, según la tradición, en vida del propio Bienaventurado, por lo demás bajo diversas formas, esculturales y pictóricas; contrariamente a lo que ocurre en el arte cristiano, la estatua predomina sobre la pintura, pero sin que ésta deje de ser estrictamente canónica; no es «facultativa» como la estatua cristiana. Puede mencionarse también, por lo que atañe a la arquitectura, el relicario (NA: stupa) de Piprava, edificado inmediatamente después de la muerte de Shakya-muni; además, elementos de los artes hindú y chino fueron transmutados en un arte nuevo que presenta diferentes variantes tanto en el marco del Theravada como en el Mahayana. Desde el punto de vista doctrinal, el fundamento del arte es aquí la idea de la virtud salvadora que emana de la sobrehumana belleza de los Buddhas; las imágenes del Bienaventurado, los demás Buddhas y los Bodhisattvas, son otras tantas cristalizaciones sacramentales; los objetos cultuales son igualmente manifestaciones suyas, «abstractas» por sus formas, pero «concretas» por su naturaleza. Este principio proporciona un argumento capital contra el arte religioso profano, tal como lo practica Occidente; a saber: que la belleza celestial del Hombre-Dios se extiende a todo el arte tradicional, sea cual sea el estilo particular que tal colectividad exige; negar el arte tradicional — y pensamos ahora en el Cristianismo — es negar la belleza salvadora del Verbo hecho carne, e ignorar que en el verdadero arte cristiano hay algo de Jesús y de la Virgen. El arte profano sustituye el alma del Hombre-Dios, o del hombre deificado, por la del artista y su modelo humano.
Por lo que se refiere al arte figurativo hindú, se puede decir que deriva de las posiciones y gestos del yoga y la danza mitológica: la danza, arte divino de Shiva-Nataraja (NA: el «Señor de la danza»), fue revelada al sabio Bharatamuni por los propios Shiva y Parvati, su Esposa, y fue codificada por el sabio en el Bharata-Natya-Shastra; la música, que está íntimamente vinculada a la danza, se funda en el Sama-Veda: el ritmo deriva de los metros sánscritos. La música proporciona la nota determinante de todo el arte hindú: las imágenes sagradas traducen esta mitología — o metafísica — figurativa al lenguaje de la materia inerte (NA: «Sin el conocimiento de la ciencia de la danza, difícilmente se comprenderán las reglas de la pintura» (NA: Vishnu-Dharma Uttara). «Sólo deben juzgarse bellas las esculturas o pinturas conforme a las prescripciones canónicas, y no las que deleitan el gusto o la fantasía personal» (NA: Shukrachaya). «La forma particular conveniente a cada imagen se encuentra descrita en los Shilpa-shastras, textos canónicos que siguen los imagineros… Estos textos proporcionan los datos necesarios para la representación mental que servirá de modelo al escultor. Co arreglo a su visión, dice Shukrachaya, establecerá en templos la imagen de las divinidades que venera. Así y no de otro modo, y, en verdad, no por la observación directa, es como podrá alcanzar su fin.» La parte esencial del arte, la «visualización» (NA: otro tanto se podría decir de la audición extática del músico) es, pues, una especie de yoga; a veces se considera al artista como un yogui. A menudo, antes de emprender su obra, celebra ciertos ritos especiales destinados a sofocar el trabajo de la voluntad consciente y poner en libertad las facultades subjetivas. En ese caso, la verdad no la da la observación visual, sino la «conciencia muscular» de los movimientos que el artista ha comprendido y realizado en sus propios miembros. Los Shastras dan también cánones de proporción… Las proporciones varían según la divinidad que ha de representarse. La arquitectura también tiene sus cánones que regulan hasta los más pequeños detalles.» (NA: Ananda K Comaraswamy: Pour comprendre l'Art hindou)). Añadamos que este arte no es ni moral ni inmoral, pues el hindú ve en las cosas sexuales la esencialidad cósmica o divina y no la accidentalidad física (NA: El occidental corriente reprocha fácilmente al hindú lo que cree que es «impureza»; para el hindú auténtico, es precisamente tal reproche lo que revela una actitud «impura»). También la arquitectura tiene su fundamento en las Escrituras, que describen su origen celestial; su conexión profunda con la danza resulta de la forma del sacrificio védico (NA: «Apenas es necesario hacer notar que el sacrificio védico, que siempre se describe como la imitación de lo que se hizo al principio, es, en todas sus formas y en toda la aceptación de las palabras, una obra de arte al mismo tiempo que una síntesis de las artes litúrgicas y arquitecturales, y puede decirse otro tanto de la misa cristiana (NA: que es igualmente un sacrificio mimado) donde los elementos dramáticos y arquitecturales están inseparablemente unidos.» (NA: Ananda K Comaraswamy: La nature du «folklore» et de «l'art populaire», en Études Traditionnelles, junio 1937)). Toda la arquitectura hindú es esencialmente una coordinación del cuadrado y el círculo, según el altar védico del fuego, Agni; es decir, que la arquitectura deriva del altar primordial (NA: La cosmología hindú relativa a los puntos cardinales y a la arquitectura coincide de modo notable con la de los indios de América del Norte — quizá también con la de los siberianos —, de tal modo que es fácil ver en ello una misma herencia de la tradición hiperbórea. El círculo se encuentra en la forma del campamento indio que rodea al fuego central —, y asimismo en la forma de la tienda o la choza — mientras que el cuadrado se actualiza en el rito del Calumet).
Si bien el templo hindú tiene algo de vegetativo, algo, pues, de vivo, a causa de esa especie de sensualidad espiritualizada que caracteriza al alma hindú — sensualidad que roza en todas partes la ascesis y la muerte y desemboca en el Infinito —, los templos griego y egipcio marcan, cada uno a su modo, un punto de vista opuesto. El templo griego depende de una perspectiva sapiencial, pero de una claridad ya demasiado racional sin duda; indica la mesura y el finito lógico. El empleo del mármol y la elección de temas profanos corren parejas con la decadencia de la estatuaria griega, que al principio utilizaba la madera y el metal y sólo representaba a los Dioses. En cuanto al templo egipcio, no se sitúa «en el espacio» como el templo griego, sino «en la eternidad»: sugiere el misterio de lo inmutable y da la impresión de ser del mismo orden que la bóveda estelar.
En el arte chino — prescindiendo de las influencias hindúes en el arte búdico —, todo parece derivar, por una parte, de la escritura, que tiene carácter sagrado, y, por otra parte, de la naturaleza, que es sagrada igualmente y que se observa amorosamente en cuanto revelación permanente de los Principios universales; ciertas materias y técnicas — bronce, papel, tinta china, laca, seda, bambú, porcelana —, contribuyen a la originalidad de este arte y determinan sus diversos modos. La conexión entre la caligrafía y la pintura es íntima y decisiva, y, por lo demás, existe también en el arte egipcio: la escritura es una pintura — los amarillos trazan los caracteres con un pincel —, y la pintura tiene algo de escritura; el ojo y la mano conservan los mismos reflejos. De la pintura confuciana, podríamos decir que no es ni esencialmente sagrada, ni del todo profana; su intención es moralizadora, en un sentido muy amplio; tiende a representar la inocencia «objetiva» de las cosas, no su realidad «interior». El paisaje taoísta, por su parte, exterioriza una metafísica y un estado contemplativo: no surge del espacio, sino del «vacío»; su tema es esencialmente «la montaña» y «el agua», que combina con intenciones cosmológicas y metafísicas. Es una de las formas más poderosamente originales del arte sagrado; en cierto sentido, se sitúa en los antípodas del arte hindú, cuyo principio de expresión es la precisión y el ritmo, y no la sutilidad etérea de una contemplación hecha de imponderables. No es asombroso que el budismo Chan (NA: el Zen japonés), con su carácter a la vez inarticulado y matizado, haya encontrado en el arte taoísta un medio de expresión congenial (NA: Al hablar de arte chino, queremos decir igualmente el arte japonés, que es una rama muy original de dicho arte, y cuyo genio propio está hecho de sobriedad, audacia, elegancia e intuición contemplativa. La casa japonesa combina la nobleza natural de los materiales y la simplicidad de las formas con sumo refinamiento artístico, lo cual hace de ella una de las manifestaciones más originales del arte a secas).
Por lo que se refiere a la arquitectura, los grandes edificios de los amarillos presentan las mismas curvas superpuestas que los pinos que las rodean; la forma amplia, irregular y en cierto modo vegetativa del tejado extremo-oriental — descansando todo ello, de ordinario, sobre columnas de madera —, aun cuando no tiene por prototipos las coníferas sagradas, describe, con todo, su vida a la vez dinámica y majestuosa. Cuando el amarillo entra en un templo o un palacio, entra en un «bosque» más bien que en una «caverna» (NA: La catedral gótica es un bosque petrificado que, por una parte, acoge, pero, por otra parte, permanece frío; añade a la idea de protección la de eternidad y mezcla así una frialdad celestial a la misericordia. Sus vidrieras son como el cielo que se entrevé a través de los follajes de un bosque de piedra); su arquitectura tiene algo de vivo, vegetal y cálido, y hasta la intención mágica de las puntas encorvadas — que dan al tejado protector algo de defensivo —, nos devuelve a la relación entre el árbol y el relámpago, nos devuelve, pues, a la naturaleza virgen (NA: Hay una teoría según la cual el tejado chino representaría un barco invertido: según un mito malayo, el sol viene del Este en un barco; éste naufraga en el Oeste y, al volcarse, cubre el astro solar provocando así la noche; hay una relación, no sólo entre el barco invertido y la oscuridad nocturna, sino también, por vía de consecuencia, entre el tejado y el sueño que éste alberga. Otra fuente de la arquitectura extremo-oriental — en lo que concierne a las columnas de madera —, es la casa lacustre de los Sinomalayos primitivos (NA: Cf E Fuhrmann: China, Hagen, 1921)).
Pero no queremos omitir mencionar los artes no-figurativos o abstractos: el judaico y el musulmán. El arte judaico está revelado en la propia Tora, y es exclusivamente sacerdotal. El arte musulmán se le acerca por el hecho de que excluye las figuraciones humanas y animales; en cuanto a su origen, proviene de la forma sensible del Libro revelado, es decir, de las letras entrelazadas de los versículos coránicos, e indiretamente — lo cual puede encontrarse paradójico —, de la prohibición de las imágenes; esta restricción, eliminando ciertas posibilidades creadoras, ha intensificado otras y ello con tanta más razón cuanto que se acompañó del permiso expreso de representar plantas: de dónde la importancia capital de los arabescos, las decoraciones geométricas y vegetales (NA: Las miniaturas persas integran las cosas en una superficie sin perspectiva, casi ilimitada, pues, a la manera de un tejido, y esto es lo que las hace compatibles — al menos a título «mundano» —, con la perspectiva del Islam. De manera general, los musulmanes desconfían de cualquier «materialización» de los temas religiosos, como si temieran que las realidades espirituales se agotan por un exceso de cristalización sensible. De hecho, la imaginería religiosa esculpida y «dramática» de la Iglesia latina se reveló como una «espada de doble filo»; en lugar de «sensibilizarla» y «popularizarla», hubiera sido preciso mantenerla en la abstracción hierática de la estatuaria románica. El arte no tiene tan sólo la obligación de «descender» hacia el pueblo, también debe permanecer fiel a su verdad intrínseca, a fin de permitir a los hombres «subir hacia ésta»). La arquitectura, heredada de las civilizaciones vecinas, fue transmutada por el genio a la vez simplificador y ornamental del Islam; quizá la más pura expresión de ese genio sea el arte magrebí, al que ningún formalismo preexistente invitaba a concesiones. En el Islam, el amor a la belleza compensa la tendencia a la simplicidad austera; da a ésta formas elegantes y la reviste parcialmente de una profusión de encajes preciosos y abstractos. «Dios es bello — dijo el Profeta — y ama la belleza.» (NA: Se comprende que la gracia sonriente de la arquitectura musulmana haya podido parecer como una mundanalidad «pagana» a los cristianos; la perspectiva volitiva, en efecto, considera el «aquí abajo» y el «más allá» sólo desde el punto de vista de los planos de existencia, que separan y oponen, y no desde el de las esencias universales, que unen e identifican. En el arte del Renacimiento la virtud se hace agobiante, lúgubre, aburrida: el palacio de Carlos V quiere ser grave y austero al lado de la Alhambra, pero no llega más que a una pesadez y opacidad que excluyen toda inteligencia superior, toda contemplación, y toda serenidad)
Todo cuanto acabamos de exponer no implica en absoluto que no puedan producirse desviaciones parciales en el arte tradicional: así a veces, sobre todo en las artes plásticas, un virtuosismo más o menos superficial sofoca la claridad del simbolismo y la realidad interior de la obra; la mundanalidad puede introducir errores y faltas de gusto incluso en un arte sagrado, aunque la cualidad hierática de éste reduce tales desviaciones al mínimo.
Pero volvamos, tras estas apreciaciones bien sumarias, a los aspectos puramente técnicos del arte: importa distinguir una estilización buscada de una simple desmaña individual, la cual se revelará por la opacidad que introduce en el estilo, o por una impresión de falta de inteligencia, embarazo y arbitrariedad; dicho de otro modo, es importante saber distinguir entre «ingenuidades» que transmiten sugerencias positivas y que, por consiguiente, son preciosas, y faltas debidas a la incompetencia o tosquedad personales del artesano. Un aparente defecto de dibujo puede deberse a una intuición de armonía, puede contribuir a una belleza de expresión, composición o equilibrio; la exactitud del dibujo puede estar subordinada a otras cualidades más importantes, en la medida misma en que el contenido es espiritual. Además, si el arte tradicional no puede ser un culmen siempre y en todas partes, no es a causa de una insuficiencia de principio, sino en razón de insuficiencias humanas — intelectuales y morales —, que no pueden dejar de exteriorizarse en el arte.
La concordancia de la imagen con la naturaleza sólo es legítima en la medida en que no invalida la separación entre la obra de arte y su modelo exterior, sin lo cual la obra pierde su razón suficiente, pues no ha de repetir pura y simplemente lo que ya existe; la precisión de las proporciones ni ha de violar la materia — superficie plana para la pintura, materias inertes para la escultura —, ni ha de comprometer la expresión espiritual; si dicha precisión concuerda con los elementos materiales del arte respectivo mientras satisface la intención espiritual de la obra, añadirá al simbolismo de ésta una expresión de inteligencia, una expresión, pues, de verdad. El arte auténtico y normativo siempre tendrá tendencia a combinar observaciones inteligentes de la naturaleza con estilizaciones nobles y profundas, a fin de, primero, aproximar la obra al modelo creado por Dios en la naturaleza, y separarla, después, de la contingencia física dándole una impronta de puro espíritu, de síntesis, de esencia. En definitiva, se puede decir que un naturalismo es legítimo en la medida en que la exactitud física se alía con una visión de la «idea platónica», del arquetipo cualitativo; de ahí la predominancia, en tales obras, de lo estático, la simetría y «lo esencial» (NA: El arte egipcio es particularmente instructivo a este respecto; se encuentran otros ejemplos de esta coincidencia entre «lo natural» y «lo esencial» en el arte de Extremo Oriente, y también en las admirables cabezas de bronce y de barro cocido halladas entre los Yorubas de Ifé, en el Africa occidental, y que están entre las obras más perfectas que hay). Pero también hay que tener en cuenta esto: si partimos de la idea de que la «forma» se opone necesariamente, en cierto aspecto, a la «esencia», al ser ésta la interioridad universal y aquélla la exterioridad «accidental», podremos explicar ciertas deformaciones que practica el arte sagrado por una reducción a la esencia, o una «quemadura por la esencia», si se quiere. La esencia aparece entonces como un «fuego interior» que desfigura, o como un «abismo» que rompe las proporciones, de modo que «lo aformal» sagrado — que no es caótico, sino espiritual — es como una irrupción de la esencia en la forma.
Por otra parte, es importante no perder de vista que el espíritu humano es incapaz de desplegarse simultáneamente en todos los sentidos: como el simbolismo tradicional no implica por definición una observación a fondo de las formas físicas, no hay razón alguna para que un arte sacerdotal tienda a dicha observación; se contentará con lo que exige el genio natural de la raza, y ello explica esa mezcla de simbolismo «deformante» y observación refinada que caracteriza el arte sagrado en general. A veces, el aspecto cualitativo viola la realidad cuantitativa: el arte hindú marca la feminidad por los pechos y las caderas y les da la importancia de ideogramas; transforma en símbolos caracteres que de otro modo se aceptarían como hechos simplemente naturales, lo cual tiene que ver con «la esencia deformante» de que hemos hablado. Por lo que se refiere a la simple falta de observación física, que como tal es independiente de cualquier intención simbólica, añadiremos que, en caso de que esté condicionada por las exigencias de determinada alma colectiva, forma parte integrante de un estilo, es decir, de un lenguaje en sí mismo inteligente y noble; hay en ello muy otra cosa que la torpeza técnica de un artista aislado. El naturalismo total, el que calca el azar de las apariencias, es decir su accidentalidad, es propiamente un abuso de la inteligencia, un «luciferismo» si se quiere (NA: Este abuso de la inteligencia caracteriza ampliamente a la civilización moderna. Muchas cosas que se toman por superioridades — y que lo son cuando se las aísla artificialmente —, se reducen en realidad a hipertrofias; el naturalismo artístico no es otra cosa, al menos cuando se pone como un fin en sí mismo, y expresa, por esto, tan sólo el límite formal y el azar); por consiguiente, no puede caracterizar a un arte tradicional. Por lo demás, si la diferencia entre un dibujo naturalista y un dibujo estilizado e inhábil — o entre una pintura plana y decorativa, y otra con sombras y perspectiva — fuese obra de un progreso puro y simple, este progreso sería enorme, e inexplicable a causa de su misma enormidad: en efecto, suponiendo que los Griegos — y más tarde los Cristianos — hayan sido durante largos siglos incapaces de mirar y dibujar, ¿cómo explicarse que esos mismos hombres se hayan vuelto capaces de ello en un lapso de tiempo relativamente cortísimo? Esta facilidad en lo inconmensurable prueba que no hay en ello progreso real, sino que, por el contrario, el naturalismo no es obra sino de una perspectiva más exteriorizada, y combinada con los esfuerzos de observación y habilidad que exige esta nueva manera de ver.
Todo el «milagro griego» se reduce en suma a la substitución de la inteligencia como tal por la simple razón: el naturalismo artístico sería inconcebible sin el racionalismo que lo inauguró. El naturalismo total resulta del culto de la «forma», no considerada en cuanto «símbolo», sino en cuanto «finito»; la razón rige en efecto la ciencia de lo finito, el limite, el orden, y no es sino lógico que el arte de la razón comparta con ésta una simpleza refractaria a todo misterio; se ha comparado el arte antiguo a la claridad del día, pero se ha olvidado que también tiene de éste la «exterioridad», la ausencia de secreto y de cualidad de infinito. Desde el punto de vista de este ideal racionalista, el arte de las catedrales — y también el arte asiático, en la medida en que era conocido — hubo de aparecer como caótico, «desordenado», irracional e inhumano.
Ahora, si partimos de la idea de que el arte perfecto se reconoce sobre todo en tres criterios, a saber, nobleza del contenido — condición espiritual sin la que el arte no tiene ningún derecho a existir —, después, exactitud del simbolismo, o al menos armonía de la composición cuando se trata de una obra profana (NA: Esta condición exige igualmente la medida justa desde el punto de vista del tamaño; una obra profana nunca ha de exceder ciertas dimensiones; las de las miniaturas son de las más modestas), y, finalmente, pureza del estilo o elegancia de las líneas y los colores, podemos discernir con ayuda de tales criterios las cualidades y defectos de cualquier obra de arte, sea sagrada o no. Ni que decir tiene que una obra moderna muy bien puede poseer, como por casualidad, determinadas cualidades, pero no dejaría de ser erróneo el ver en ello la justificación de un arte desprovisto de principios positivos; las cualidades excepcionales de cierta obra están lejos, en cualquier caso, de caracterizar el arte de que se trata, sólo aparecen indirectamente y gracias al eclecticismo que permite la anarquía. La existencia de semejantes obras de arte prueba, no obstante, que en Occidente es concebible un arte profano legítimo, sin que haya que volver pura y simplemente a las miniaturas de la edad media o a la pintura campesina (NA: Naturalmente, no ocurre lo mismo con el arte sagrado, que en Occidente es exclusivamente el arte de los iconos y las catedrales, y que tiene algo de inmutable por definición. Mencionemos aquí, una vez más, el arte popular de los diversos países de Europa, de origen nórdico, por lo menos en un sentido relativo, pues es difícil asignar un origen preciso a un arte inmemorial; este arte «rústico», que se ha conservado sobre todo entre los germanos y los eslavos, no tiene, por lo demás, Límites geográficos bien claros, y algunos motivos fundamentales pueden encontrarse hasta en Africa y Asia, sin que haya que pensar, en este último caso, que han sido copiados de otro pueblo. Es ése uno de los artes más perfectos, y capaz en principio de sanear el caos en que se debate lo que queda de nuestra artesanía), pues la salud del alma y el tratamiento normal de los materiales garantizan siempre la rectitud de un arte sin pretensiones; la naturaleza de las cosas — en el plano espiritual y psicológico por una parte y en. el material y técnico por otra — exige que cada uno de los elementos constitutivos del arte reúna ciertas condiciones elementales, precisamente aquellas que encontramos en todo arte tradicional.
Es importante hacer notar aquí que uno de los grandes errores del arte moderno es la confusión de los materiales de arte: ya no se sabe distinguir los significados cósmicos de la piedra, el hiero y la madera, así como se ignoran las cualidades objetivas de las formas y los colores. La piedra tiene en común con el hierro el que es fría e implacable, mientras que la madera es cálida, viva y amable; pero la frialdad de la piedra es neutra e indiferente, es la de la eternidad, mientras que el hierro es hostil, agresivo y malo, lo cual permite comprender el sentido de la invasión del mundo por el hierro (NA: La acumulación de una chatarra tosca y acerba en las iglesias y los lugares de peregrinación no puede sino perjudicar la difusión de las fuerzas espirituales. Se tiene siempre la impresión de que el cielo está en prisión). Esta naturaleza pesada y solapada del hierro exige que en su utilización artesanal se lo trate con agilidad y fantasía como lo muestran los antiguos enrejados de iglesia, por ejemplo, que son como encajes; la maldad del hierro ha de ser neutralizada por la transparencia del tratamiento, lo cual no es en absoluto una violación de la naturaleza de dicho metal, sino, por el contrario, una legitimación y un aprovechamiento de sus cualidades, de su dureza, de su inflexibilidad; la naturaleza siniestra del hierro implica que éste no tiene ningún derecho a una manifestaci6n plena y directa, sino que ha de ser remachado o roto para poder expresar sus virtudes. Totalmente distinta es la naturaleza de la piedra, que en estado bruto tiene algo de sagrado. Por lo demás, este es también el caso de los metales nobles, éstos son como hierro transfigurado por la luz o el fuego cósmicos o por energías planetarias. Añadamos que el hormigón — que, como el hierro, invade el mundo entero —, es una especie de falsificación cuantitativa y vil de la piedra: el aspecto espiritual de eternidad se encuentra substituido aquí por una pesadez anónima y brutal; si bien la piedra es implacable como la muerte, el hormigón es brutal como un aplastamiento.
Antes de ir más lejos, nos gustaría insertar aquí la reflexión siguiente, que no carece de relación con la expansión del hierro y su tiranía: cabría asombrarse del apresuramiento con que los pueblos más artistas de Oriente adoptan las fealdades del mundo moderno; ahora bien, no hay que olvidar que, aparte toda cuestión de estética o espiritualidad, los pueblos han imitado siempre a los más fuertes: antes de tener la fuerza, se quiere tener la apariencia de ésta; las fealdades modernas se han convertido en sinónimo de poderío e independencia. La belleza artística es de esencia espiritual, mientras que la fuerza material es «mundana»; y como para el «mundano» dicha fuerza es sinónimo de inteligencia, la belleza de la tradición se ha convertido en sinónimo, no sólo de debilidad, sino también de necedad, de ilusión, de ridículo; la vergüenza de la debilidad va acompañada casi siempre del odio de lo que se considera causa de esa aparente inferioridad, a saber, la tradición, la contemplación y la verdad. Si bien la mayoría — en cualquier capa social — no tiene, por desgracia, el discernimiento suficiente para superar este lamentable error de óptica, se pueden advertir, no obstante, un poco en todas partes, algunas reacciones saludables.
Cuentan que Til Ulespiegle, contratado como pintor en la corte de un príncipe, presentó a la concurrencia una tela vacía manifestando: «Quien no es hijo de padres decentes nada verá en esta tela.» Pues bien, ninguno de los señores reunidos quiso reconocer que no veía nada: cada cual hacía como que admiraba la tela vacía. Tiempo hubo en que esta historia podía pasar por broma; nadie se atrevía a prever que un día entraría en las costumbres del «mundo civilizado». En nuestros días, cualquiera puede mostrarnos cualquier cosa en nombre de «el arte por el arte», y si protestamos en nombre de la verdad y la inteligencia, se nos responde que no entendemos nada, como si tuviésemos una laguna misteriosa que nos impidiera comprender, no ya el arte chino o azteca, sino el mamarracho sin valor de un europeo que vive a nuestro lado. Según un abuso de lenguaje harto extendido en nuestros días, «comprender» quiere decir «aceptar»; rechazar es no comprender; como si nunca ocurriese que se rechace una cosa precisamente porque se la comprende, o por el contrario, que se la acepte porque no se la comprende.
Y esto nos permite poner de manifiesto un doble error fundamental sin el que las pretensiones de los supuestos artistas serían inconcebibles, a saber: que una originalidad contraria a las normas colectivas hereditarias sea psicológicamente posible fuera de los casos de alienación mental, y que un hombre pueda producir una verdadera obra de arte que no sea comprendida en grado alguno por numerosos hombres inteligentes y cultivados que pertenecen a la misma civilización, la misma raza y la misma época que el supuesto artista (NA: Es la «singularidad» llevada al máximo, hasta la caricatura. Sabido es que la «singularidad» es un defecto que estigmatiza toda disciplina monástica; su gravedad está en su conexión con el pecado original). En realidad, las premisas de tal originalidad o singularidad no existen en el alma humana normal, ni, con mayor razón, en la inteligencia pura; las singularidades modernas, lejos de derivar de algún «misterio» de creación artística, no son más que error filosófico y deformación mental. Cada cual se cree obligado a ser un gran hombre; la novedad es tomada por originalidad, la introspección mórbida por profundidad, el cinismo por sinceridad, la pretensión por genio, de tal modo que se termina tomando por pintura un esquema de anatomía o una piel de cebra; se hace de la «sinceridad» un criterio absoluto, como si una obra no pudiese ser psicológicamente «sincera» pero espiritualmente falsa o artísticamente nula. El gran error de esos artistas es el ignorar deliberadamente el valor objetivo y cualitativo de las formas y colores y creerse a cubierto en un subjetivismo que estiman interesante e impenetrable, cuando no es más que trivial y ridículo; su error mismo les obliga a recurrir, en el mundo de las formas, a las posibilidades más inferiores, como Satán, que queriendo ser tan «original» como Dios, no tenía más opción que el horror (NA: El arte moderno construye iglesias informes y las traspasa de ventanas asimétricas que parecen provenir de ráfagas de ametralladora, como para descubrir con ello sus verdaderos sentimientos. Por más que se alabe la «audacia» de determinada concepción arquitectural, por ejemplo, no se evitan los significados intrínsecos de las formas, y no se puede impedir que cierta obra entronque, por su lenguaje formal, con el mundo de las larvas y las pesadillas; es espiritismo en hormigón). De un modo general, el cinismo parece desempeñar un papel importante en cierto moralismo ateo: la virtud no es dominarse y callar, sino dejarse llevar y divulgarlo a los cuatro vientos, cualquier pecado es bueno con tal que se lo proclame con brutalidad; la lucha silenciosa es «hipocresía», puesto que se oculta algo. En el mismo orden de ideas, se cree «sincero» y «realista» el descubrir cínicamente lo que la naturaleza disimula, como si ésta actuase sin razón suficiente.
El concepto moderno del arte es falso en la medida en que substituye la forma cualitativa por la imaginación creadora — o incluso simplemente el prejuicio de crear —, o el valor objetivo y espiritual por el valor subjetivo y conjetural; es reemplazar el saber y el oficio, que, sin embargo, entran en la definición misma del arte, por el simple talento, real o ilusorio, como si éste tuviese algún sentido fuera de las constantes normativas que son sus criterios. Es muy evidente que la originalidad no tiene sentido más que por su contenido, exactamente como ocurre con la sinceridad; la originalidad de un error — o el talento de un individuo incompetente o subversivo — no puede presentar el más mínimo interés, y más vale una copia bien hecha de un buen modelo, que una creación original que es la manifestación «sincera» de un «mal genio» (NA: A veces ocurre que se le niega a una obra su valor porque se ha descubierto — o se ha creído descubrir — que es una «falsificación», como si el valor de la obra se encontrase fuera de ella misma. En el arte tradicional, la obra maestra es las más de las veces una culminación anónima en una serie de réplicas; la obra del genio es siempre, poco más o menos, la resultante de una larga elaboración colectiva. Muchas obras maestras chinas, por ejemplo, son copias cuyos modelos se ignoran). Cuando todo el mundo quiere crear y nadie copiar, cuando cualquier obra quiere ser única en vez de interesarse en una continuidad tradicional que le da su savia y de la que eventualmente es uno de los más bellos florones, ya no le queda al hombre más que gritar su nada a la faz del mundo; esta nada será sinónimo de originalidad, por supuesto, pues el mínimo de tradición o de norma representará el máximo de talento. En el mismo orden de ideas, señalemos el prejuicio que quiere que un artista «se renueve», como si la vida humana no fuese demasiado corta para justificar esa exigencia, o como si los artistas no fuesen bastante numerosos para hacer superflua la «renovación» de cada cual; sin embargo, no se sufre porque el hombre no cambie cada día de cabeza, y no se espera del arte persa que se transmute de un día para otro en arte polinesio.
El error de la tesis de «el arte por el arte» equivale, en suma, a pretender que hay relatividades que tienen su razón suficiente en sí mismas, en su propio carácter relativo, y por consiguiente, que hay. criterios de valor inaccesibles a la inteligencia pura y ajenos a la verdad objetiva; es la abolición de la primacía del espíritu, y la substitución de éste por el instinto o el gusto, así pues, por lo subjetivo y lo arbitrario. Hemos visto anteriormente que la definición, las leyes y los criterios del arte no pueden derivar del propio arte, es decir, de la competencia del artista como tal; los fundamentos del arte están en el espíritu, en el conocimiento metafísico, teológico y místico, y no en el simple conocimiento del oficio, ni en el genio, que puede ser cualquier cosa; dicho de otro modo, los principios intrínsecos del arte están esencialmente subordinados a principios extrínsecos de un orden superior. El arte es una actividad, una exteriorización, depende, pues, por definición, de un conocimiento que lo excede y lo ordena, so pena de estar desprovisto de razón suficiente: el conocimiento determina la acción, la manifestación y la forma, y no inversamente. No es necesario en modo alguno producir obras de arte para tener derecho a juzgar una producción artística en lo que ésta tiene de esencial; la competencia artística decisiva sólo entra en juego con arreglo a una competencia intelectual previa (NA: Sin embargo, ésta puede limitarse a un mundo tradicional determinado; la competencia de un brahmán no se extiende a los iconos, aunque no haya en ello ningún límite de principio. Una competencia necesaria tiene el «derecho» — pero no el «deber», naturalmente — de limitarse a un determinado sistema de composibles) No hay punto de vista relativo que pueda reivindicar una competencia absoluta, a menos que se trate de actividades anodinas en las que de todos modos la competencia sólo tiene un alcance de lo más restringido; pues bien, el arte humano resulta de un punto de vista relativo, es una aplicación, no un principio.
La crítica moderna cada vez tiende más a hacer entrar las obras de arte en categorías ficticias: el arte ya no es más que un movimiento; se ha llegado a no considerar una obra más que con arreglo a otras obras y en ausencia de todo criterio objetivo y estable. El artista de «vanguardia» es aquel cuya vanidad y cinismo aceleran el movimiento; no se buscan obras buenas en sí — algunos discutirán que eso exista —, sino obras «nuevas» o «sinceras», puntos de referencia en el movimiento que en realidad es un deslizamiento hacia lo bajo y la disolución; la «calidad» ya no está más que en el movimiento y la relación, lo que equivale a decir que ninguna obra tiene valor; todo se ha vuelto huidizo y discontinuo. El relativismo artístico destruye la noción misma del arte, exactamente como el relativismo filosófico destruye la noción de verdad; el relativismo, sea cual sea, mata la inteligencia. Quien menosprecia la verdad no puede, en buena lógica, presentar su menosprecio como verdad.
Es significativo, en este orden de ideas, que se exalta fácilmente a un supuesto artista «porque expresa su tiempo», como si una época como tal — algo, pues, que puede ser cualquier cosa — tuviese derechos sobre la verdad (NA: Este mismo cumplido se hace a algunos filósofos; «lo existencial», el hecho bruto, aplasta la verdad por todas partes, tomando el nombre de ésta. «Nuestro tiempo» es una especie de falsa divinidad en nombre de la cual todo parece permitido, ya sea en el plano del pensamiento o en el arte, incluso «religioso»); si lo que «expresa» un surrealismo correspondiese realmente a nuestro tiempo, tal expresión no probaría sino una cosa: que este tiempo no vale la pena que se exprese; pero nuestra época, muy felizmente, contiene todavía algo más que surrealismo. Sea lo que fuere, pretender que una obra es buena porque «expresa nuestro tiempo» equivale a afirmar que un fenómeno es bueno por la simple razón de que expresa algo: así pues, un crimen es bueno porque expresa una inclinación criminal, un error es bueno porque expresa una carencia de conocimiento, y así con todo. Lo que los defensores de las tendencias surrealistas olvidan o ignoran ante todo, es que las formas, ya sean pictóricas, esculturales, arquitecturales u otras, dependen de una jerarquía cósmica de valores y traducen, sea verdades, sea errores, de modo que no hay en ello ningún lugar para la aventura; la eficacia psicológica de las formas, tan bienhechora cuando éstas son verdaderas, las vuelve temibles, por el contrario, cuando son falsas (NA: La oposición entre el «modernismo» y el «integrismo» en el mundo católico engloba también, evidentemente, el arte. Según el padre Daniélou (NA: Études, n. 254), «el integrismo vincula las formas efímeras a lo absoluto de la substancia, mientras que el modernismo asimila ésta a la caducidad de las formas históricas», pero ahí subsiste un grave equívoco en cuanto a la naturaleza de lo que es llamado «formas efímeras» y «formas históricas»; es muy de temer que algunos aprovechen este distingo para aceptar el «pecado en el arte», que diría Comaraswamy, como si fuese indiferente ahogar la verdad en un lenguaje falso, y como si las expresiones humanas estuviesen a cubierto del mal. ¿Dónde está la línea de demarcación entre el «integrismo» y el «progresismo», o entre la «substancia» y las «formas efímeras»? Es de suponer que el lugar de la primera será reducido al más terrible mínimo y que todo el campo de la forma se convertirá en coto reservado a los elementos de desintegración).
A fin de darse la ilusión de objetividad en el deslizamiento subjetivo, se proyectan cualidades imaginarias — y propiamente «histéricas» — en las futilidades más insignificantes: se discute sobre matices de «contraste» y «equilibrio» — como si no los hubiese en cualquier parte —, y haciéndolo, quizá se pisotean tapices anónimos que son obras maestras de arte abstracto. Cuando cualquier cosa puede ser arte, cualquiera es artista, y las palabras «arte» y «artista» ya no tienen ningún sentido; es verdad que hay una perversión de la sensibilidad y la inteligencia que, en las extravagancias más gratuitas, descubre dimensiones nuevas, e incluso «dramas», pero el hombre sano de espíritu no tiene en verdad que preocuparse de ello (NA: Hay obras «abstractas» — por lo demás bastante raras — que no son ni peores ni mejores que cualquier escudo africano, pero entonces, ¿por qué hacer de sus autores celebridades, o inversamente, por qué no contar a cada zulú entre los «gigantes» del arte?). El error de los surrealistas es creer que la profundidad está en dirección de lo individual, que éste, y no lo universal, es lo que es misterioso, y que este misterio se acrecienta a medida que uno se hunde en lo obscuro y lo mórbido; es éste un misterio al revés y, por lo tanto, satánico; al mismo tiempo, es una falsificación de la «originalidad» — o unicidad — de Dios. Pero el error también está por otro lado, opuesto en apariencia: entonces el arte se convierte en una «técnica» sin inspiración, la obra ya no es más que una «construcción»; ya no se trata de residuos del subconsciente, sino únicamente de razón y cálculo, lo cual, por lo demás, no excluye en modo alguno las interferencias de lo irracional, del mismo modo que el surrealismo intuitivo dista mucho de excluir los procedimientos artificiales. Las afectaciones «sinceristas» de simplicidad no salen de ese marco, pues la compresión brutal y el idiotismo nada tienen que ver con la simplicidad de las cosas primordiales.
Cuanto acabamos de decir se aplica además, de una manera u otra, también a la poesía y la música: también aquí, algunos se arrogan al derecho de denominar «realista» o «sincero» lo que, según parece, «expresa nuestro tiempo», mientras que la «realidad» a la que se refieren no es más que un mundo ficticio del que ya no se puede escapar: erigiéndose en virtud esta incapacidad, se califica con desdén de «romanticismo» o «nostalgia» la necesidad innata de armonía, que es propia del hombre normal. La música ultramoderna — por ejemplo, «electrónica» — se funda en el menosprecio por todo cuanto entra en la definición misma de la música, como por lo demás es el caso también, mutatis mutandis, para el arte poética; ya no es más que un sistema — miserablemente fabricado — de ruidos que violan el principio de la razón suficiente. No hay ninguna justificación posible para esa manía pueril de «hacer tabla rasa» con siglos o milenios, «volver a partir de cero», inventar nuevos principios, nuevas bases, nuevas estructuras, pues tal invención no sólo es insensata en sí, sino incompatible también con la sinceridad creadora; dicho de otro modo, hay cosas que se excluyen: no puede hacerse brotar del corazón una poesía, mientras se inventa completamente la lengua en la que ésta se expresa. El punto de partida es, aquí, como en las artes visuales, la creencia en una originalidad casi absoluta, es decir, en algo que no responde a ninguna posibilidad positiva, no pudiendo modificarse hasta los fundamentos el sentido musical de una colectividad social o tradicional (NA: Hemos oído censurar el «método simplista» de determinada música asiática, lo cual es bien característico de una deformación que no admite más que lo ficticio y lo forzado: todo se encierra en una psicosis del «trabajo», la «creación», e incluso de la «construcción», factores que se vuelven sinónimos de «calidad», como si la belleza de una flor o de un canto de pájaro dependiese de una «búsqueda» laboriosa e hipercrítica, de una atmósfera de laboratorio y visección); se pretende «liberar» a la música de determinados «prejuicios», «convenciones» u «opresiones», pero en realidad se la libera de su propia naturaleza, como se ha «liberado» a la pintura de la pintura, a la poesía de la poesía, y a la arquitectura de la arquitectura; el surrealismo ha «liberado» del arte al arte, como se «libera» de la vida a un cuerpo, matándolo.
Esta alusión a la música nos obliga a hacer notar que en la época del Renacimiento y los siglos siguientes, la decadencia de la música y la poesía es infinitamente menor — si es que existe, o en la medida en que existe — que la de las artes plásticas y la arquitectura; no hay medida común entre los sonetos de Miguel Angel y las obras que le hicieron célebre (NA: Aparte los sonetos, donde aparece la grandeza humana de Miguel Ángel es en la escultura sobre todo, en obras como el «Moisés» o la Pietà, independientemente de toda cuestión de principios o estilo. En cuanto a la pintura y la arquitectura, dicha grandeza está en ellas como aplastada por los errores de la época, se pierde en la pesadez y el énfasis fuera de lugar, o en esa especie de frío gigantismo que también caracteriza las estatuas y que por lo demás es una de las características dominantes del Renacimiento. Los errores de que se trata alcanzan un cierto paroxismo en un Rubens y, en un aspecto algo diferente, en el clasicismo falto de inteligencia de un Ingres; en cambio se encuentran más o menos atenuadas en románticos delicados como Chassériau y Moreau, o algunos paisajistas alemanes de la misma época. Co los impresionistas, el academicismo se desacreditó, y ya nos gustaría creer que se debió a una comprensión, por poco profunda que fuese; pero no hay nada de eso, pues basta una moda imprevisible para volver a ponerlo todo en tela de juicio; el academicismo, por lo demás, ya ha resucitado en el seno del surrealismo, pero en la atmósfera de fealdad opresiva que caracteriza a esa escuela), o entre Shakespeare o Palestrina y las artes visibles de su tiempo. La música del Renacimiento, como la de la edad media que ella continúa, sonoriza lo que de grande y caballeresco tiene el alma europea; hace pensar en vino, hidromiel, violas de amor llenas de leyendas. La razón de esta desproporción entre las artes es que la decadencia intelectual — desde el punto de vista de la inteligencia contemplativa, no inventiva — se manifiesta mucho más directamente en las artes visibles, que forzosamente ponen en juego elementos de intelectualidad, que en las artes audibles o «iterativas», que exteriorizan sobre todo los estados — y eventualmente las bellezas — de esa substancia sensible que es el alma (NA: La arquitectura inglesa fue menos devastada por el Renacimiento y el barroco que la de la mayoría de los países continentales; es posible que el anglicanismo, por una de esas paradojas de las que la historia es fecunda, haya preservado — contra Roma — una cierta herencia medieval en materia de arte, lo que parece haber sido tanto menos difícil cuanto que los ingleses son menos creadores que italianos, franceses y alemanes. Sin duda pudieran hacerse observaciones análogas en lo que concierne a la arquitectura popular de España, sobre todo de Andalucía, en la que la influencia árabe parece haber desempeñado un papel preservador). En las artes plásticas y la arquitectura, el Renacimiento es el arte de la pasión y la megalomanía; el barroco el del ensueño. En la música, el barroco exterioriza lo que el ensueño puede tener de amable, tierno y paradisíaco; en las artes visuales, manifiesta su lado ilusorio y risible, el encantamiento que se coagula en pesadilla. En el siglo XIX, la poesía y la música románticas reforzaron y exasperaron los apegos terrenos; como todo individualismo sentimental, es un terrible germen de desgarros y dolores; pero en el romanticismo, en el sentido más amplio, hay muchas de las bellezas que se quisiera ver integradas en un amor de Dios. Cuando la música antigua implicaba un valor espiritual, que todavía es sensible a fines del siglo XVIII, a principios del siguiente siglo la música cambió de plano y se volvió, de hecho, un sucedáneo de religión o de mística: la emoción musical asumía entonces, más que en la música profana de las épocas precedentes, una función de excusa irracional de todas las debilidades humanas; la música se volvía hipersensible y grandilocuente en la medida misma en que la «vida de cada día» se hundía en un racionalismo cientificista y un materialismo mercantil. Pero en general, sigue siendo todavía música verdadera, vinculada, pues, a las cualidades cósmicas, y, por consiguiente, susceptible — aunque de hecho las probabilidades sean mínimas — de servir de vehículo a un movimiento del alma hacia el cielo.
Para volver a las artes plásticas, añadiremos lo que sigue, y ello nos servirá al propio tiempo de conclusión: para los artistas contemporáneos y en cuanto se trata de arte profano, no puede ser cuestión de volver «hacia atrás» pura y simplemente, pues nunca se alcanza un punto de partida; pero habría que combinar las experiencias válidas del naturalismo y el impresionismo con los principios del arte normal y normativo, cosa que por lo demás hacen algunos artistas por lo general poco conocidos; de hecho, el arte moderno — partiendo del Renacimiento — implica algunas obras más o menos aisladas que, aunque insertándose en el estilo de la época respectiva, le son contrarios en el fondo y neutralizan sus errores por sus cualidades propias. Por lo que se refiere al arte sagrado, los modelos y tratamientos canónicos se imponen sin reservas, pues si hay en el hombre moderno una originalidad a la que el ser humano pueda tener derecho, ésta no dejará de manifestarse en el marco de la tradición, como se produjo ya en la edad media, según las diversas mentalidades en el espacio y el tiempo. Pero ante todo, habría que aprender de nuevo a ver y mirar, y comprender que lo sagrado es el terreno de lo inmutable y no del cambio; no se trata de tolerar una cierta estabilidad artística tomando como base una pretendida ley de cambio, sino, por el contrario, de tolerar un cierto cambio tomando como base la inmutabilidad necesaria y evidente de lo sagrado; y no basta que haya genio, es preciso, además, que tenga derecho a existir. Se han inventado palabras como «conformismo» o «inmovilismo» para poder escapar en honor a la verdad a todo lo que, en el revestimiento formal de la Revelación, participa necesariamente de lo inmutable.
En la medida en que un arte profano puede ser legítimo — y puede serlo, más que nunca, en nuestra época de afeamiento y vulgaridad — su misión será transmitir cualidades de inteligencia, belleza y nobleza; y eso no se puede realizar fuera de las reglas que nos imponen, no sólo la naturaleza misma del arte respectivo, sino también la verdad espiritual que deriva del prototipo divino de toda creación humana.
