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EL SENTIDO DE LAS CASTAS

El sistema de las castas, como todas las instituciones sagradas, descansa en la naturaleza de las cosas, o, más precisamente, en un aspecto de ésta, en una realidad, pues que no puede dejar de manifestarse en ciertas condiciones; la misma observación vale para el aspecto opuesto, el de la igualdad de los hombres ante Dios. En suma, para justificar el sistema de castas, basta plantear la cuestión siguiente: ¿existen la diversidad de calificaciones y la herencia? Si existen, el sistema de las castas es posible y legítimo. Y lo mismo para la ausencia de castas, donde ésta se impone tradicionalmente: ¿son iguales los hombres, no tan sólo desde el punto de vista de la animalidad, que no se discute, sino del de sus fines últimos? Es seguro, pues todo hombre tiene un alma inmortal; así pues, en alguna sociedad tradicional, esta consideración puede prevalecer sobre la de la diversidad de calificaciones. La inmortalidad del alma es el postulado del «igualitarismo» religioso, como el postulado del sistema de castas es el carácter casi divino del intelecto y, por lo tanto, de la élite intelectual.

No cabe imaginar mayor divergencia que entre la jerarquización hindú y el nivelamiento musulmán, y sin embargo, no hay en ello más que una diferencia de énfasis, pues la verdad es una: en efecto, si bien el hinduismo considera ante todo en la naturaleza humana tendencias básicas que dividen a los hombres en otras tantas categorías jerarquizadas, no deja por ello de realizar la igualdad en la supercasta de los monjes errantes (NA: sannyasis), en la que el origen social no tiene ninguna función; el caso del clero cristiano es análogo, en el sentido de que los títulos nobiliarios desaparecen en él: un campesino no puede llegar a príncipe, pero puede llegar a papa y consagrar al emperador. Inversamente, la jerarquía se manifiesta aun en las regiones más «igualitarias»: para el Islam, en el que cada cual es su propio sacerdote, los jerifes, descendientes del Profeta, forman una nobleza religiosa y se superponen así al resto de la sociedad, sin asumir en ella, no obstante, una función exclusiva. En el mundo cristiano, puede suceder que un burgués de marca sea «ennoblecido», lo cual está completamente excluido en el sistema hindú; el fin de las castas superiores es esencialmente «mantener» una perfección primordial, y el sentido «descendente» de la génesis de las castas explica que la casta puede perderse, pero no ganarse (NA: El Pandit Hari Prasad Shastri, no obstante, nos aseguró que podía haber excepciones a esta regla — prescindiendo de la reintegración de una familia por matrimonios sucesivos — y nos citó el caso del rey Wishwamitra, compañero de Rama. Sin duda hay que tener en cuenta, en este caso, la cualidad de la época cíclica y de las condiciones particulares creadas por la proximidad de un avatara de Vishnú); esta perspectiva del «mantenimiento hereditario» es la clave misma del sistema de castas. Esta misma perspectiva explica además, en el hinduismo, el exclusivismo de los templos — que no son púlpitos para predicar — y, de manera más general, el papel preponderante de las reglas de pureza. La «obsesión» del hinduismo no es la conversión de «incrédulos», sino, por el contrario, el mantenimiento de una pureza primordial, tanto intelectual como moral y ritual.

Ahora, ¿cuáles son las tendencias fundamentales de la naturaleza humana a las que se refieren las castas más o menos directamente? Podríamos definir estas tendencias como otros tantos modos de considerar una «realidad» empírica; en otros términos, la tendencia fundamental del hombre está en conexión con su «sentimiento» — o su «conciencia» — de una «realidad». Para el brahmana — el tipo puramente intelectual, contemplativo y «sacerdotal» —, lo «real» es lo inmutable, lo trascendente; no cree, en su fuero interno, ni en la «vida» ni en la «tierra»; hay algo en él que permanece ajeno al cambio y la materia; ésa es, grosso modo, su disposición íntima, su «vida imaginativa», si puede decirse, sean cuales puedan ser las flaquezas que la oscurecen. El kshatriya — el tipo «caballeresco» — tiene una inteligencia aguda, pero vuelta hacia la acción y el análisis más que a la contemplación y la síntesis; su fuerza reside, sobre todo, en su carácter; compensa la agresividad de su energía por su generosidad, y su naturaleza pasional por su nobleza, su dominio de sí mismo, su grandeza de espíritu; para este tipo humano, lo «real» es el acto, pues es el acto lo que determina, modifica y ordena las cosas; sin el acto, no hay virtud, ni honor, ni gloria. Dicho de otro modo, el kshatriya «cree» más bien en la eficacia del acto que en la fatalidad de una situación dada: menosprecia la servidumbre de los hechos y sólo piensa en determinar el orden de éstos, en clarificar un caos, en cortar nudos gordianos. Es decir, así como para el brahmana todo es «inestable» e «irreal», salvo lo Eterno y lo que a éste se vincula — la verdad, el conocimiento, la contemplación, el rito, la vía —, así para el kshatriya todo es incierto y periférico, salvo las constantes de su dharma: el acto, el honor, la virtud, la gloria, la nobleza, de las que dependerán todos los demás valores. Esta perspectiva puede transferirse al plano religioso sin cambiar esencialmente de cualidad psicológica.

Para el vaishya — el comerciante, el campesino, el artesano, esto es, el hombre cuya actividad está directamente vinculada a los valores materiales, no de hecho y por accidente, sino en virtud de su naturaleza íntima — para el vaishya, lo «real» es la riqueza, la seguridad, la prosperidad y el «bienestar»; los demás valores son secundarios para su vida instintiva, no «cree» en ellas en su fuero interno; su imaginación alcanza su pleno desarrollo en el plano de la estabilidad económica, de la perfección material del trabajo y el rendimiento, lo cual, transpuesto en el plano religioso, será la perspectiva exclusiva de la acumulación de méritos con miras a la seguridad póstuma. Esta mentalidad presenta una analogía exterior con la de los brahmanes a causa de su carácter estático y pacífico; pero se aleja de la mentalidad del brahman y el kshatriya por una cierta «pequeñez» de la inteligencia y la voluntad (NA: En el siglo XIX, los burgueses laicos habían de realizar a su vez, por razones de equilibrio, las cualidades de las clases eliminadas; no hablamos aquí del hecho de pertenecer a la burguesía, que carece de importancia, sino del «espíritu burgués», lo cual es completamente distinto. El cientificismo de los siglos XIX y XX, ciertamente, no prueba que la «humanidad» ha hecho «progresos», sino que la «intelectualidad» del hombre del tipo «mercantil» no se eleva muy por encima de los hechos brutos; la ilusión corriente de poder alcanzar las realidades metafísicas a fuerza de descubrimientos científicos es completamente característica de esa pesadez de espíritu y no hace sino probar que, «con el advenimiento de los vaishyas, sobreviene la noche intelectual» (NA: Guénon). Por lo demás, «la civilización», con artículo determinado y sin epíteto, es algo típicamente vaishya, lo que explica por una parte el odio corriente por todo cuanto es considerado «fanatismo» y, por otra parte, un elemento de cursilería mortal que forma parte del sistema opresivo de dicha civilización); el vaishya es hábil, además tiene buen sentido, pero carece de cualidades específicamente intelectuales y también de virtudes caballerescas, de idealismo en un sentido superior. Queremos señalar que no hablamos aquí de «clases», sino de «castas», o más precisamente de «castas naturales», puesto que las instituciones como tales, si bien describen la naturaleza, nunca están, sin embargo, completamente a cubierto de las imperfecciones y vicisitudes de toda manifestación. No se pertenece a determinada casta natural porque se ejerza determinada profesión o se tengan determinados padres, sino que — en condiciones normales cuando menos — se ejerce determinada profesión porque se es de determinada casta, y ésta es ampliamente — pero no absolutamente — garantizada por la herencia; esta garantía es suficiente al menos para hacer posible el sistema hindú. Éste nunca pudo excluir las excepciones, que como tales «confirman la regla»; el hecho de que las excepciones son incluso de lo más numerosas posible en nuestra época de superpoblación y de «realización de los imposibles» no puede, en cualquier caso, invalidar el principio de la jerarquía hereditaria. Se podría definir al hombre «dos veces nacido» (NA: dwiya, esto es, las tres castas de que acabamos de hablar) como un espíritu dotado de cuerpo, y al shudra — que representa la cuarta casta — como un cuerpo dotado de una conciencia humana; en efecto, el shudra es el hombre que no está calificado realmente más que para trabajos manuales más o menos cuantitativos y no para trabajos que exigen iniciativas y aptitudes más vastas y complejas; para este tipo humano, que se separa de los tipos precedentes más aún de lo que el vaishya se separa de las castas nobles, lo «real» es lo corporal; el comer y el beber rigurosamente hablando proporcionan la dicha, con las concomitancias psicológicas que a ello se vinculan (NA: El sentido que han tomado los palabras «realidad» y «realismo» para muchos de nuestros contemporáneos, es completamente significativo: la «realidad» es sinónimo de banalidad, e incluso trivialidad, luego también de fealdad y brutalidad; en tal «realismo», no hay ya ningún lugar para la verdad, la nobleza y la belleza, es decir, para valores que escapan a las medidas cuantitativas); en su perspectiva innata, en su «corazón», todo cuanto está fuera de las satisfacciones corporales aparece como un «lujo» y hasta una «ilusión» o en cualquier caso como algo que se sitúa «al lado» de lo que su imaginación toma por la realidad: la satisfacción de las necesidades inmediatas. Se podría objetar que también el tipo caballeresco es gozador, pero no es ésa la cuestión, pues se trata aquí, ante todo, de la función psicológica del goce, de su papel en un conjunto de composibles; el kshatriya es fácilmente poeta o esteta, no pone mucho el énfasis en la materia como tal. El carácter central al mismo tiempo que elemental que el goce tiene en la perspectiva innata del shudra, explica el carácter fácilmente despreocupado, disipado e «instantáneo» de este último, carácter por el cual se acerca, por una curiosa analogía al revés, a la despreocupación espiritual del que está «más allá de las castas» (NA: ativarnashrami), el monje (NA: sanyasi), que, también él, vive «en el instante», no piensa en el mañana y erra sin fin aparente; pero el shudra es demasiado pasivo con respecto a la materia para poder gobernarse a sí mismo, por consiguiente depende de otra voluntad que la suya; su virtud es la fidelidad, o una especie de rectitud tosca y opaca sin duda, pero sencilla e inteligible.

A menudo se confunden las cualidades de los vaishyas con las de los brahmanes o inversamente, por la sencilla razón de que ambas castas son apacibles; del mismo modo, ocurre que se confunden shudras y kshatriyas a causa de los aspectos de violencia propios de ambas castas; estos errores son tanto más nefastos cuanto que vivimos en una civilización medio vaishya, medio shudra, cuyos «valores» facilitan tales confusiones. En un mundo tal, es imposible comprender al brahman sin haber comprendido previamente al kshatriya; a fin de evitar confusiones demasiado fáciles y las más injustificadas asimilaciones, hay que distinguir claramente y en todos los planos lo superior de lo inferior, lo consciente de lo inconsciente, lo espiritual de lo material, lo cualitativo de lo cuantitativo.

Nos queda por considerar ahora el caso del hombre «sin casta»; sigue siendo el tipo natural, la tendencia fundamental, lo que tenemos presente aquí, y no exclusivamente las categorías de hecho del sistema hindú. Hemos visto que el shudra caracterizado se opone por su falta de interés real por aquello que rebasa su vida corporal y por la falta de aptitudes constructivas que de ello resulta, al grupo de las tres castas superiores; de una manera análoga, el hombre «fuera de casta», por su carácter caótico, se opone a los hombres de carácter homogéneo. El «intocable» tiene tendencia a realizar las posibilidades psicológicas excluidas por los demás hombres, de dónde su tendencia a la transgresión; encuentra su satisfacción en aquello que rechazan los demás. Según la concepción hindú, el más bajo de los «intocables» — el chandala — nace de un shudra y una brahmani; la idea fundamental aquí es que el máximo de «impureza» — es decir, de disonancia psicológica debida a incompatibilidades congénitas — se obtiene por un máximo de distancia entre las castas de los padres; el hijo de padres shudras es «puro» gracias a la homogeneidad mental de éstos, pero el hijo de la mezcla de un shudra y una mujer noble es «impuro» en la medida misma en que la casta de la mujer es superior a la del marido. Por lo demás, tanto en los países cristianos como en todas partes o casi, el hijo ilegítimo, «fruto de pecado», es prácticamente considerado como «impuro»; desde el punto de vista hindú, centrado en una especie de pureza orgánica, ese pecado inicial es hereditario como lo es entre nosotros la nobleza adquirida por hechos de armas (NT: «Noblesse d'epée» en francés), o como el «pecado original» (NA: «La mezcla ilícita de las castas, los matrimonios contrarios a las reglas, y la omisión de los ritos prescritos, son el origen de las clases impuras) (NA: Manava-Dharma-Shastra, X, 24). Según Shri Ramakrishna, «las reglas de casta se borran por sí solas para el hombre que ha llegado a la perfección y ha realizado la unidad de todo, pero en tanto que esta experiencia sublime no ha sido obtenida, nadie puede evitar un sentimiento de superioridad para con los unos y de inferioridad para con los otros; y todos han de observar las distinciones de castas. Si, en este estado de ignorancia, un hombre finge la perfección pisoteando las distinciones de casta y viviendo sin freno, se asemeja ciertamente al fruto verde que han hecho madurar artificialmente… Los que invocan el Nombre de Dios se vuelven santos. Krishna Kishor era un santo hombre de Aniadaha. Un día se fue a Vrindavan en peregrinación. Durante el viaje tuvo sed, y viendo a un hombre cerca de un pozo, le pidió que sacara un poco de agua. El hombre se disculpó, diciendo que era de muy baja casta, zapatero, e indigno de ofrecer agua a un brahmán. Krishna Kishor le dijo entonces: “¡Purificaos pronunciando el Nombre de Dios! Decid: ¡Shiva!” El hombre obedeció; a continuación le dio a beber agua y ese brahmán ortodoxo la bebió. ¡Cuán grande era su fe!… Chaitanya y Nityananda transmitían el Nombre de Hari (NA: la iniciación para la invocación ritual, yapa yoga) a todos, incluso el paria, y a todos abrazaban. Un brahmán sin ese amor ya no es un brahmán; un paria con ese amor ya no es un paria. Por la bhakti un intocable se vuelve puro y elevado.» (NA: L'Enseignement de Ramakrishna, versión francesa publicada por Jean Herbert). Hay en ello un ejemplo de la virtud particular de la bhakti, de que hemos hablado en nuestro libro De la Unidad transcendente de las Religiones. Si se tiene en cuenta la inadecuación inevitable entre el principio de casta y su cristalización social, se comprenderá sin trabajo que un individuo brahmán pueda ser intrínsecamente hereje — como Dayanada Saraswati o Ram Mohun Roy — y que un paria pueda ser santo por el Conocimiento, como Tiruvalluvar, que es venerado por los brahmanes como un avatara de Shiva; la inferioridad puede darse en el marco de la superioridad, e inversamente). De todas formas, el paria, sean cuales fueren su origen étnico y su ambiente cultural, constituye un tipo definido que vive normalmente al margen de la sociedad y agota las posibilidades con las que ningún otro quiere tomar contacto; fácilmente tiene algo de ambiguo, de descentrado, a veces simiesco y proteico cuando tiene dotes, que le hace capaz «de todo y nada», si puede decirse; se lo suele ver deshollinador, saltimbanqui, comediante, verdugo, sin hablar de ocupaciones ilícitas; en una palabra, tiene tendencia, sea a ejercer actividades fuera de lo normal o siniestras, sea simplemente a desdeñar reglas establecidas, en lo cual se asemeja a ciertos santos, pero por analogía inversa, por supuesto. Por lo que se refiere a los oficios «impuros» o «despreciables», se podría encontrar hipócrita el dejar a ciertos hombres actividades que no se quieren para uno mismo y de las que sin embargo se tiene necesidad, pero no hay que olvidar que la sociedad tiene el derecho de protegerse contra tendencias que podrían perjudicarla, y de neutralizarlas utilizándolas a través de hombres que en cierto modo las encarnan; la sociedad — en cuanto «totalidad» — tiene derechos «divinos» que el individuo — como tal y en cuanto «parte» — no tiene, e inversamente, según los casos. El individuo puede no condenar; la sociedad está obligada a hacerlo.

Sin embargo, incluso las situaciones invariables pueden atenuarse por desgaste: la masa de los parias de la India es favorecida por la ley cósmica de compensación a causa de su número y la homogeneidad que de éste resulta: el propio número actúa como una substancia absorbente, pues la masa como tal tiene algo de la inocencia niveladora de la tierra; así como, según el esoterismo musulmán, las llamas del infierno terminarán por enfriarse, siendo Dios «esencialmente» bueno — no «accidentalmente» —, así la transgresión congénita del paria, luego su «impureza», ha de atenuarse al final de los tiempos, e incluso reabsorberse completamente en muchos casos, pero sin abolir por ello la herencia, de la cual el individuo seguirá siendo eslabón o parte (NA: Según el Manava-Dharma-Shastra, «hay que reconocer por sus actos al hombre que pertenece a la clase vil… La falta de sentimientos nobles, la rudeza de palabras, la crueldad (NA: maldad) y el olvido de los deberes, denotan en este bajo mundo al nombre que debe el ser a una madre digna de desprecio». Co toda evidencia, estos criterios ya no pueden aplicarse tal cual a la masa de los parias, como tampoco, inversamente, todos los miembros de las castas superiores poseen las virtudes conformes con su dharma respectivo. Añadamos que este aspecto del problema es independiente de la cuestión de los templos; aun admitiendo que pueda suprimirse cierto formalismo social a causa de condiciones cíclicas nuevas, lo cual no podemos discutir, tal suavizamiento de las formas exteriores seguiría siendo independiente de la cuestión de saber si los parias han de tener acceso a los santuarios de los brahmanes. Un templo hindú es algo muy diferente de una iglesia o una mezquita; no es en absoluto un lugar de culto obligatorio, sino la morada de una presencia divina. El principio de exclusión sacral, con los derechos dogmáticos imprescindibles que implica, es, por lo demás, conocido por todas las religiones; recordemos tan sólo el atrio del templo de Jerusalén y el iconostasio de las iglesias ortodoxas). Para esos individuos, el hecho de ser paria será un aspecto del karma — una consecuencia de «acciones anteriores» —, exactamente como una enfermedad o una desgracia cualquiera lo es para un miembro de una casta elevada; por otro lado, la «intocabilidad» — un poco como la condición de las viudas — tiene un valor religioso para los propios parias, lo cual explica la negativa de la mayor parte de ellos a salir de su condición abandonando el mundo hindú (NA: Es lo que Su Santidad el Shankaracharya de Kanchi ha puesto de relieve en estos términos: «El sistema de las castas, aunque ejerciendo una disciplina rígida con vistas al bienestar de la sociedad, se ha neutralizado a sí mismo en el caso de personas altamente espirituales, como Nandanar, el santo paria, o Dharma Vyadha, o incluso Vidura en el Mahabharata. Nandanar se negó incluso en el estado de éxtasis espiritual a entrar en el recinto del templo, pero se sintió transportado de júbilo sólo con ver la torre del santuario; y el brahmán del templo veneraba a Nandanar como el brahmán de los brahmanes… La diversidad de las prescripciones de casta tiene su razón suficiente en sí misma, que aprovecha en el fondo a toda la humanidad. El shudra de antaño se negaba a compartir su casa con un brahmán o un kshatriya. Y un chandala se oponía con no menor obstinación a que un brahmán entrara en su barrio; y si alguna vez, por accidente, un brahmán entraba en el barrio de los chandalas, éstos se veían en la obligación de proceder a ritos purificatorios. Esto muestra que la responsabilidad por la preservación de las prescripciones disciplinarias de determinada casta no eran asunto solamente de ésta, sino que incumbía a todos; descansaba en cada componente de la sociedad total.» (NA: Our Spiritual Crisis, citado en The Hindu, 1 de julio de 1956)); por regla general, todos están orgullosos de pertenecer a su «casta» particular de paria, aun los chandalas.

La casta es el centro de gravedad del alma individual; el tipo paria puro carece de centro, vive, pues, en la periferia y la inversión; si tiende a la transgresión es porque ésta le da, en cierto sentido, el centro que él no tiene y lo libera así ilusoriamente de su naturaleza equívoca. El paria es una subjetividad descentralizada, luego centrífuga y limitada; rehuye la ley y la norma porque lo conduciría al centro que él rehúye por su propia naturaleza. También el tipo shudra es «subjetivo», pero esa subjetividad es opaca y homogénea, está ligada al cuerpo, que es una realidad objetiva; el shudra tiene la cualidad — y el defecto — de ser «sólido». Podríamos expresarnos también de la siguiente manera: el brahman es «objetivo» y está centrado en el «espíritu»; el kshatriya tiende al «espíritu», pero de una manera «subjetiva»; el vaishya es «objetivo» en el plano de la «materia»; en cuanto al shudra, es «subjetivo» en ese mismo plano. Las tres primeras castas — los «dos veces nacidos» del hinduismo — se distinguen, por consiguiente, de los shudras, bien por el «espíritu», bien por la «objetividad»; sólo el shudra es «materia» y «subjetividad» a la vez. El vaishya es materialista como el shudra, pero es un «materialismo» de interés general; el kshatriya es «idealista» como el brahman, pero es un «idealismo» más o menos mundano o egocéntrico.

El inferior no sólo no tiene la mentalidad del superior, sino que ni siquiera puede concebirla exactamente; pocas cosas son tan penosas como las interpretaciones «psicológicas» que atribuyen al hombre superior intenciones que en ningún caso puede tener, y que no hacen sino reflejar la pequeñez de sus autores, como puede comprobarse hasta la saciedad en la «crítica histórica» o la «ciencia de las religiones»; hombres cuya alma es fragmentaria y opaca quieren informarnos sobre la «psicología» de la grandeza y lo sagrado.

Hemos dicho que el sistema de las castas reside en la naturaleza de las cosas, es decir, en ciertas propiedades naturales del género humano y es una aplicación tradicional de éstas (NA: Gandhi hizo notar que «el sistema de las castas es… inherente a la naturaleza humana, y el hinduismo simplemente ha hecho de él una ciencia» (NA: Young India, 1921)); ahora bien, como sucede siempre en semejante caso, el sistema tradicional «crea» — o contribuye a crear — aquello de lo que él es aplicación: el sistema hindú resulta de las diferencias intelectuales o espirituales, y al mismo tiempo crea tipos tanto más definidos; sea eso ventaja o desventaja, o ambas cosas a la vez, el hecho existe, y es inevitable. Y lo mismo ocurre con la ausencia tradicional real de las castas: esta perspectiva, no sólo deriva de la indiferenciación real de los hombres, sino que la realiza también, esto es, elimina en cierto modo lo que, en la perspectiva opuesta, origina el sistema de castas. En el Islam, en el que no hay casta sacerdotal — ni hereditaria ni vocacional —, todo hombre tiene algo de sacerdote y ninguno es completamente «laico», o siquiera «villano»; para citar otro ejemplo, diremos que si todo musulmán es «un poco sacerdote», todo piel roja es «un poco profeta», al menos en ciertas condiciones determinadas y en razón de la estructura particular de esa tradición, que reparte el profetismo entre toda la colectividad, sin abolir por ello la función profética propiamente dicha. Si se quisiera reprochar al hinduismo el «crear» el paria, exactamente igual se podría reprochar al Occidente el «crear» el pecado, puesto que el concepto, aquí como en otra parte, contribuye a realizar la cosa, en virtud de una concomitancia inevitable de toda cristalización formal.

Sea lo que fuere, si al occidental le cuesta trabajo comprender el sistema de las castas, es ante todo porque subestima la ley de la herencia, y la subestima por la sencilla razón de que se ha vuelto más o menos inoperante en un medio tan caótico como el Occidente moderno, en el que aproximadamente todo el mundo aspira a ascender la escala social — si es que eso existe todavía — y en el que casi nadie ejerce la profesión de su padre; uno o dos siglos de tal régimen bastan para hacer la herencia tanto más precaria y flotante cuanto que no se la había hecho fructificar anteriormente por un sistema tan riguroso como el de las castas hindúes; pero incluso allí donde había oficios transmitidos de padre a hijo, la herencia ha sido prácticamente abolida por las máquinas. A esto hay que añadir, por una parte, la eliminación de la nobleza, y por otra, la creación de «élites» nuevas: los elementos más disparatados y «opacos» se han transmutado en «intelectuales», de modo que casi nadie «está ya en su lugar», como diría Guénon; y por eso no hay nada de asombroso en que la «metafísica» sea considerada en lo sucesivo desde la perspectiva del vaishya y el shudra, cosa que ningún fárrago de cultura podría disimular.

El problema de las castas nos induce a abrir aquí un paréntesis; ¿cómo definir la posición o la calidad del obrero moderno? Responderemos en primer lugar que el «mundo obrero» es una creación completamente artificial, debida a la máquina y la vulgarización científica que a ésta se vincula; dicho de otro modo, la máquina crea infaliblemente el tipo humano artificial que el «proletario» es, o más bien, crea un «proletariado», pues se trata esencialmente de una colectividad cuantitativa y no de una «casta» natural, esto es, con su fundamento en una determinada naturaleza individual. Si se pudiera suprimir las máquinas y volver a introducir el antiguo artesanado con todos sus aspectos de arte y dignidad, el «problema obrero» cesaría de existir; esto es cierto incluso para las funciones puramente serviles o los oficios más o menos cuantitativos, por la sencilla razón de que la máquina es inhumana y antiespiritual en sí. La máquina no sólo mata el alma del obrero, sino el alma como tal, luego también la del explotador: la pareja explotador-obrero es inseparable del maquinismo, pues el artesanado impide esta alternativa tosca por su propia calidad humana y espiritual. El universo maquinista, en resumidas cuentas, es el triunfo de la chatarra pesada y solapada; es la victoria del metal sobre la madera, de la materia sobre el hombre, de la astucia sobre la inteligencia (NA: Hemos leído en algún lado que sólo los progresos de la técnica explican el carácter nuevo y catastrófico de la primera guerra mundial, lo cual es muy acertado. Aquí fue la máquina quien fabricó la historia, como fabrica, por otro lado, hombres, ideas, un mundo); expresiones tales como «masa», «bloque» y «choque», tan frecuentes en el vocabulario del hombre industrializado, son del todo significativas para un mundo que está más cerca de los insectos que de los humanos. Nada hay de asombroso en el hecho de que el «mundo obrero», con su psicología «maquinista-cientificista-materialista», sea particularmente impermeable a las realidades espirituales, pues presupone una «realidad ambiente» completamente ficticia: exige máquinas, luego metal, estrépito, fuerzas ocultas y pérfidas, un ambiente de pesadilla, un vaivén ininteligible, en una palabra: una vida de insecto en la fealdad y la trivialidad; en el interior de un mundo tal, o más bien de un «decorado» tal, la realidad espiritual aparecerá como una ilusión patente o un lujo desdeñable. En cualquier ambiente tradicional, por el contrario, es precisamente el problematismo «obrero» — luego maquinista — lo que no tendría ninguna fuerza persuasiva; para hacerlo verosímil, hay que comenzar, pues, por crear un mundo de bastidores que le corresponda, y cuyas formas mismas sugieran la ausencia de Dios; el Cielo ha de ser inverosímil, hablar de Dios ha de sonar a falso (NA: El gran error de quienes quieren conducir las masas obreras al seno de la iglesia es el confirmar al obrero en su «deshumanización» aceptando el universo maquinista como un «mundo» real y legítimo, y creyéndose incluso obligado a «quererlo por él mismo». Traducir el Evangelio en argot o disfrazar la sagrada familia de proletarios, es burlarse tanto de los obreros como de la religión; es, en cualquier caso, baja demagogia o, digamos, debilidad, pues todas esas tentativas revelan el complejo de inferioridad que siente «el intelectual» ante esa especie de «realismo brutal» que caracteriza al obrero; ese «realismo» es tanto más fácil cuanto que su ámbito es más limitado y tosco, luego más irreal). Cuando el obrero dice que no tiene «tiempo para rezar», no está tan equivocado, pues no hace sino expresar con ello todo cuanto de inhumano, o digamos de «infrahumano», tiene su condición; los oficios antiguos, eran eminentemente inteligibles, y no quitaban al hombre la calidad humana, que implica por definición la facultad de pensar en Dios. Sin duda habrá quien objete que la industria es un «hecho» y como tal hay que aceptarlo, como si ese carácter de hecho prevaleciera sobre la verdad; fácilmente se toma por valentía y «realismo» lo que es exactamente su contrario; es decir: porque nadie puede impedir una calamidad tal, se llama a ésta un «bien» y se glorifica la incapacidad de escapar de ella. El error se convierte en verdad porque «existe», lo cual es bien conforme al «dinamismo» — y al «existencialismo» — de la mentalidad maquinista; todo cuanto existe por la ceguera de los hombres se llama «nuestro tiempo», con un matiz de «imperativo categórico». Es muy evidente que la imposibilidad de salir de un mal no impide que éste sea lo que es; para encontrar un remedio, llegado el caso, hay que considerar el mal independientemente de nuestras posibilidades de salir de él o de nuestro deseo de no verlo, pues un bien no puede producirse en contra de la verdad. Es un error común — y característico para la mentalidad «positiva» o «existencialista» de nuestra época — el creer que la comprobación de un hecho depende del conocimiento de las causas o remedios, según los casos, como si el hombre no tuviese derecho a ver lo que no puede explicar ni modificar; se llama «crítica estéril» al señalar un mal y se olvida que el primer paso hacia una posible curación es advertir la enfermedad. Sea lo que fuere, toda situación ofrece, si no la posibilidad de una solución objetiva, al menos la de un aprovechamiento subjetivo, de una liberación por la mente; quien comprende la verdadera naturaleza del maquinismo, escapará por ello mismo de todas las servidumbres psicológicas de la máquina, lo que ya es mucho. Decimos esto sin ningún «optimismo», y sin perder de vista que el mundo actual es un «mal necesario» cuya raíz metafísica, después de todo, está en la infinitud de la Posibilidad divina.

Pero hay otra objeción que se ha de tener en cuenta: algunos dirán que siempre hubo máquinas y que las del siglo XIX son sencillamente más perfectas que las otras, pero es ése un error radical que se encuentra una y otra vez siempre bajo diversas formas; es una falta de sentido de las «dimensiones», o dicho de otro modo, es no saber distinguir entre diferencias cualitativas o eminentes y diferencias cuantitativas o accidentales. Por ejemplo, un telar antiguo, aunque fuese el más perfecto posible, es una especie de revelación y un símbolo cuya inteligibilidad permite al alma «respirar», mientras que la máquina es propiamente «sofocante»; la génesis del telar corre pareja con la vida espiritual — lo cual, por lo demás, resulta de su cualidad estética —, mientras que una máquina moderna presupone al contrario un clima mental y un trabajo de investigación incompatible con la santidad, sin hablar de su aspecto de artrópodo gigante o de caja mágica, el cual tiene igualmente valor de criterio; un santo podía construir o perfeccionar un molino de agua o de viento, pero ningún santo puede inventar una máquina, precisamente porque el progreso técnico implica una mentalidad contraria a la espiritualidad, criterio que aparece con una evidencia brutal, hemos dicho, en las propias formas de las construcciones mecánicas (NA: Las pruebas que, en la antigüedad y la edad media, más se acercaban a construcciones mecánicas servían de diversión y eran consideradas como curiosidades, como cosas, pues, cuyo propio carácter excepcional volvía legítimas. Los antiguos no eran como niños imprevisores que todo lo tocan, sino, al contrario, como hombres maduros que evitan ciertos órdenes de posibilidades cuyas consecuencias funestas prevén). Precisaremos que en el campo de las formas, como en el del espíritu, es falso todo cuanto no concuerda ni con la naturaleza virgen, ni con un santuario; toda cosa legítima tiene algo de la naturaleza por una parte y de sagrado por otra. Un carácter asombroso de las máquinas, es que devoran materias — a menudo telúricas y tenebrosas — en vez de ser puestas en movimiento por el hombre solo o por una fuerza natural como el agua o el viento; se está obligando a saquear la tierra para hacerlas «vivir», lo que no es el menor aspecto de su función de desequilibrio. Hay que estar bien ciego para no ver que ni la velocidad ni la superproducción son bienes, sin hablar de la proletarización del pueblo y el afeamiento del mundo (NA: Ya nos imaginamos que algunos nos discutirían el derecho moral a usar inventos modernos como si la estructura económica y el ritmo de nuestra época permitiesen escapar a ellos, y como si fuese útil escapar a ellos en un mundo en el que nadie lo hace; por lo demás, discutir ese derecho sólo sería lógico si al mismo tiempo se nos diesen todos los valores que el mundo moderno ha destruido); pero el argumento básico sigue siendo el que hemos enunciado en primer lugar, esto es, que la técnica no puede nacer más que de un mundo sin Dios: un mundo en el que la astucia ha substituido a la inteligencia y a la contemplación.

Pero volvamos, tras esta digresión, a nuestro tema fundamental: para un occidental es fácil de comprender cómo de la naturaleza de las cosas resulta la igualdad de los hombres ante Dios, tanto más fácil cuanto que las religiones monoteístas — como también el budismo, por lo demás —, neutralizan por su propia estructura los inconvenientes que pueden resultar de las desigualdades humanas; el hecho de que aceptan estas desigualdades en el plano «laico» o «mundano», y que por otra parte crean jerarquías religiosas, no invalida nada de su perspectiva básica. Algunos se preguntarán por qué el hinduismo, ya que tal «nivelación» es espiritualmente posible, no podría situarse en el mismo punto de vista y abandonar las castas; ahora bien, el hinduismo como tal, es decir, en cuanto totalidad, no tiene el derecho ni el poder de hacerlo, pues ni que decir tiene que si una institución sagrada existe, es que es metafísicamente posible y, por lo tanto, necesaria, lo que implica que presenta ventajas que no podrían ser realizadas de otro modo (NA: El sistema de las castas, por lo demás, prueba su legitimidad por sus resultados: «no pensamos — escribe un misionero a propósito de los brahamanes — que haya en el mundo una casa aristocrática, ni siquiera una familia real, que se haya guardado tan despiadadamente contra todo contagio, todo casamiento mezclado, y toda tara física y moral. Por eso, personalmente, no podemos ocultar que de nuestro encuentro con esa casta magnífica conservamos una verdadera admiración y, en el fondo del corazón, una profunda simpatía… Al prestigio de la belleza plástica, el brahmán une visiblemente el de la inteligencia. Particularmente, está dotado en extraordinaria medida para las ciencias abstractas, la filosofía y sobre todo las matemáticas. Un hombre que, por todo ello, es seguramente uno de los más afamados del sur de la India y es miembro del consejo superior de profesores de la Universidad de Madrás, el R. P. Honoré, nos afirmó que el nivel medio de los innumerables alumnos brahmanes de los que ha sido maestro en medio siglo de enseñanza, no sólo superaba con mucho la media, sino incluso a lo más selecto de nuestros estudiantes de las facultades de Europa.» (NA: Pierre Lhande: L'Inde sacreé) «No hay duda de que la casta (NA: se trata aquí de las subcastas de vaishyas y shudras) ofrece muchas ventajas a sus miembros. Les hace el trabajo tan fácil, agradable y honrado como es posible, excluye la competencia propiamente dicha, reparte una cantidad dada de trabajo entre el mayor número posible de hombres disponibles, se ocupa de ellos en caso de paro y defiende sus intereses por los más diversos medios… Por otra parte, el hecho de que la profesión se transmita de padre a hijo garantiza, en muchos aspectos, la calidad del trabajo; por la herencia se llega a una cualificación casi orgánica para determinada actividad particular, lo que difícilmente sería realizable de otro modo; se transmiten al mismo tiempo secretos técnicos que permiten a los artesanos producir obras maestras con los más primitivos medios. Por último, el sistema de castas ha contribuido mucho a la estabilización de la sociedad hindú y la conservación de su civilización…» (NA: Helmuth v. Glasenapp: El Hinduismo)).

En efecto, el carácter puro y directo de la metafísica vedantina sería inconcebible sin el sistema de las castas; la más transcendente intelectualidad goza en la India de una total libertad, mientras que esa misma intelectualidad, en otras tradiciones, ha de acomodarse a un esoterismo más o menos sibilino o incluso «tortuoso» en sus formulaciones, y a menudo también a ciertas opresiones sentimentales; ése es el precio de la simplificación del marco social. En las religiones semíticas, el esoterismo es solidario del exoterismo, y a la inversa; la ausencia de castas obliga a una cierta uniformidad mental que, desde el punto de vista de la metafísica pura, no presenta menos inconvenientes que el sistema de las castas desde el punto de vista de los imponderables de la naturaleza humana; el exoterismo invade de buen grado el esoterismo, de donde un movimiento de péndulo entre ambos planos, al que un Omar Jayyam, sufí ortodoxo, respondió por la paradoja y la ironía (NA: Si la hipocresía religiosa es un hecho inevitable, lo contrario también ha de ser posible, y por otra parte la hipocresía lo provoca: esto es, una sabiduría y una virtud que se disimulan bajo apariencias de escándalo: En los Malamatiyah — la «gente de la reprobación» —, una actitud de este tipo incluso forma parte del método). Allí donde hay un exoterismo caracterizado, el esoterismo no puede menos de andar sobre «zancos» exotéricos, cuando en realidad él representa la esencia de verdad, la cual sobrepasa las formas e incidentalmente las rompe; es lo que muestra un caso como el de El-Halla(NA: , «amante» de Dios que, desde luego, los hindúes no hubieran condenado. No hay que olvidar que la colectividad representa un principio de espesamiento y complicación: fácilmente da carácter absoluto a hechos, y el dogmatismo religioso toma en cuenta a priori esta tendencia. Si bien el esoterismo puede infundir a la masa algo de su misterio y de sus gracias, la masa, a su vez — en la medida en que él se le entregue —, le prestará sus tendencias a la vez «espesantes» y «disipantes», de donde una simplificación doctrinal y una necesidad de actividad exterior en los antípodas de la intelección y la contemplación. En resumen, en el Islam, conviene distinguir cuatro planos: primero hay el exoterismo (NA: shariah) como tal, que comprende las ideas y medios propios de su naturaleza; luego hay el esoterismo (NA: haqiqah, tasawwuf) en el exoterismo, que implica lo que éste ha podido asimilarse de aquél, y que incluso ha tenido que asimilarse, no siendo absoluta la separación entre ambos planos; pero una interferencia tal siempre es algo personal y místico, y no afecta a la Ley. Luego hay la situación inversa, es decir, la perspectiva exotérica que se infiltra en el esoterismo, a causa de una vulgarización parcial, e históricamente inevitable: es una perspectiva de actividad y mérito, de temor y celo, combinada con ideas esotéricas (NA: Imposible es negar que el sufismo de Ghazali implica una parte de vulgarización, providencial por lo demás, pero que sin embargo precisa de nuevos ajustes internos); finalmente hay el «esoterismo en el esoterismo», si puede decirse, que no es otro que la gnosis, desembarazada, no de toda forma, indudablemente, sino de todo formalismo interior y de todo absolutismo mitológico.

En cuanto a los aspectos positivos de la «nivelación» musulmana, el Islam no sólo ha neutralizado las diferencias de casta, sino que además ha abolido las oposiciones raciales; ninguna civilización, quizás, ha mezclado tanto las razas como el Islam: en él el mulato aparece en general como un elemento perfectamente «puro» y honorable, y no como el paria que prácticamente es en los pueblos de origen cristiano; se podría decir que el turbante o el fez es al musulmán lo que la piel blanca es al europeo. Para el Islam, las determinaciones de la naturaleza son accidentes; la esclavitud es un accidente, no tiene, pues, ninguna relación con un sistema de castas; la humanidad original no tenía castas ni razas, y es lo que el Islam quiere restaurar, en conformidad con las condiciones de nuestro milenio (NA: El Profeta, tras su entrada victoriosa en La Meca, hizo numerosas declaraciones, entre ellas esta: «Dios ha borrado de vosotros el orgullo del paganismo y el orgullo de los antepasados; descendéis todos de Adán, y Adán era polvo. Dice Dios: Oh hombres, os hemos creado de un solo hombre y una sola mujer, y os hemos repartido en pueblos y tribus para que pudierais conoceros; el más honrado por Dios es el que más teme a Dios.» El califa Alí lo expresa así: «La nobleza deriva de las altas cualidades y no de los huesos cariados de los antepasados.» Lo que el Islam entiende restaurar es más precisamente la religión de Abraham, forma primordial de la corriente semítica, y por ello mismo, imagen de la tradición primordial en sentido absoluto, la de la «edad de oro»). El caso es análogo en el cristianismo y el budismo: cualquier hombre sano de espíritu puede convertirse en sacerdote o monje; el clero corresponde a una casta vocacional, no hereditaria como la nobleza; la ausencia de ese carácter hereditario se encuentra compensada por el celibato. Ya hemos hecho entrever que, bajo esta condición, el hinduismo admitiría en principio que un no brahmán puede convertirse en brahmán en virtud de su aptitud individual y su vocación — siendo descartado entonces el riesgo de los atavismos negativos —, y de hecho hay algo de este género en el estado del ativarnashrami, que se sitúa más allá de las castas, pero a condición de apartar su persona del cuerpo vivo de la sociedad; el hecho de que hay órdenes de sannyasis que no admiten más que brahmanes no quita que cualquier hombre pueda convertirse en sannyasi fuera de esas órdenes. Hagamos notar también que tres avataras de Vishnu, a saber, Rama, Krishna y Buddha eran kshatriyas y no brahmanes, aunque poseyesen por definición la naturaleza brahmánica en el más alto grado; es ésa una manifestación de universalidad al propio tiempo que una compensación, pues Dios, en sus manifestaciones directas y fulgurantes, no se somete mucho a limites preexistentes, derogación que su infinitud exige.

A fin de prevenir cualquier malinterpretación, bueno es apuntar aquí que la ausencia de castas propiamente dichas en el Islam, o incluso en la mayor parte de las otras tradiciones no hindúes, no tiene ninguna relación con un afán de «humanitarismo» en el sentido corriente de la palabra, por la sencilla razón de que el punto de vista de la tradición es el del interés global — y no del simple agrado — del ser humano; no necesita para nada una pseudocaridad que salva los cuerpos y mata las almas (NA: «No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma», dice el evangelio, y asimismo: «¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» El humanitarismo caracterizado, que es específicamente moderno — ciertamente no entendemos censurar la caridad verdadera, que procede de una visión total y no fragmentaria del hombre y el mundo —, el humanitarismo, decimos, se funda, en resumen, en el error de que «la totalidad de todos los seres vivos es el Dios personal… Co tal que pueda adorar y servir al único Dios que existe, la suma total de todas las almas» (NA: Vivekananda). Tal filosofía es dos veces falsa, primero porque niega a Dios al alterar su noción de forma decisiva, y, luego, porque diviniza el mundo y restringe así la caridad al plano más exterior; ahora bien, no se puede ver a Dios en el prójimo cuando a priori se reduce lo Divino a lo humano. Entonces ya no queda más que la ilusión de «hacer el bien», de ser indispensable, y el desprecio por aquellos que «no hacen nada», aunque sean santos cuya presencia sostiene al mundo). La tradición está centrada sobre aquello que da un sentido a la vida, y no sobre un «bienestar» inmediato, parcial y efímero, y concebido como un fin en sí; no niega en absoluto la legitimidad — relativa y condicional — del bienestar, subordina cualquier valor a los fines últimos del hombre (NA: Cuando se cree en el purgatorio y el infierno, es por lo menos ilógico que se encuentren «bárbaras» costumbres sacrificiales tales como la cremación voluntaria de las viudas en la India de antaño o la de los monjes hindúes o budistas que morían salmodiando, y a los que a continuación se dirigían oraciones. Ciertamente, nada hay en ello de esencial; pero sería entender mal la tradición hindú el rechazar estas costumbres sacrificiales o prácticas de un carácter inverso, por ejemplo, las del tantrismo «extremo»; en todo caso, la decadencia del hinduismo no está en la tradición sino en la indigencia intelectual de sus «reformadores» más o menos modernistas). Para la mayoría de los hombres, el bienestar espiritual es incompatible, desgraciadamente, con un bienestar terreno demasiado absoluto; la naturaleza humana tiene necesidad de «pruebas» tanto como de «consuelos». Un determinado individuo, sea rico o sea pobre, puede ser sobrio y desapegado por su propia voluntad, pero una colectividad no es un individuo y no tiene voluntad única; tiene algo de alud contenido y no se mantiene en equilibrio más que con ayuda de constreñimientos, y, en efecto, las virtudes hereditarias que pueden sorprendernos en un determinado grupo étnico se mantienen gracias a una lucha constante, sea cual fuere el plano de ésta; tal lucha también forma parte de la felicidad, en suma, con tal que se mantenga cerca de la naturaleza, que es maternal, y no se vuelva abstracta y pérfida. No olvidemos, por otra parte, que el «bienestar» es algo relativo por definición; situándose únicamente en el punto de vista material, se destruye el equilibrio normal entre espíritu y cuerpo, y se desencadenan apetitos que no tienen en sí mismos ningún principio de límite. Este aspecto de la naturaleza humana es lo que los humanitaristas propiamente dichos niegan o ignoran por un deliberado prejuicio; creen en el hombre bueno en sí, luego fuera de Dios, e imputan arbitrariamente sus defectos a condiciones materiales desfavorables, como si la experiencia no sólo probase que la malicia del hombre puede no depender de ningún factor exterior, sino además que tal malicia suele extenderse en el «bienestar» y a cubierto de las preocupaciones elementales; las desviaciones de la «cultura» burguesa lo muestran hasta la saciedad. Para las religiones, la norma «económica» es expresamente la pobreza, de la que además han dado ejemplo sus fundadores — se trata de una pobreza que se mantiene cerca de la naturaleza, y no de una inopia vuelta ininteligible y afeada por las servidumbres de un mundo artificial e irreligioso —, mientras que la riqueza se tolera puesto que es un derecho natural y no impide el desapego ni la sobriedad, pero no es el ideal como es prácticamente el caso en el mundo moderno.

El hinduismo es particularmente riguroso a este respecto: según los Shastras, el lujo propiamente dicho — el que no apunta más que al bienestar físico y le añade necesidades nuevas — es un «robo para con la naturaleza»; su contrario, la sencillez, no es, evidentemente, una privación de lo necesario, sino un rechazo de lo superfluo, siempre en lo que concierne a la comodidad física, no a la propiedad como tal; cierto es que ese grado de sencillez es superado, en la propia India, desde hace muchos siglos. Sea lo que fuere, en nuestros días, se engloba demasiado fácilmente la sencillez ancestral de la vida y la simple falta de víveres, bajo un común denominador — el de «miseria» —, confusión que en absoluto es desinteresada; la noción de «país subdesarrollado», en su cándida perfidia, es bien significativa a este respecto. Se ha inventado un «nivel de vida» maquinista y cientificista que se querría imponer a todos los pueblos (NA: El Shankaracharya de Kanchi hace notar, en el texto del que ya hemos citado un extracto, que «la simple idea de elevar el nivel de vida (NA: The standard of living) tendrá los más desastrosos efectos sobre la sociedad. Elevar el nivel de vida significa tentar a un individuo a que cargue con más lujo, y llevarlo a fin de cuentas a la verdadera pobreza, pese al aumento de la producción. Aparigraha significa que todo hombre sólo debería tomar de la naturaleza lo que necesita para su vida en este mundo»), y a fortiori a los clasificados como «atrasados», ya se trate de hindúes o de hotentotes; para los progresistas, la felicidad se identifica a una masa de complicaciones ruidosas y pesadas, propias para aplastar muchos elementos de belleza y, por lo tanto, de bienestar; queriendo abolir determinados «fanatismos» y determinados «horrores», se olvida que hay atrocidades en el plano espiritual, y que la civilización supuestamente humanitarista de los modernos está saturada de ellas.

Para juzgar exactamente la calidad de felicidad de un mundo pasado, habría que poder ponerse en el lugar de los hombres que vivieron en él y adoptar su manera de evaluar las cosas, adoptar también, pues, sus reflejos imaginativos y sentimentales; muchas cosas cuya costumbre hemos adquirido les aparecerían como constreñimientos intolerables a los que preferirían todos los riesgos de su medio; nada más la fealdad y la atmósfera de trivialidad del mundo actual les parecería ya la más lóbrega de las pesadillas. La historia como tal no puede dar cuenta plenamente del alma de una época lejana: registra sobre todo las calamidades y deja a un lado todos los factores estáticos de felicidad; se ha dicho que la felicidad no tiene historia, y ello es profundamente verdad. Las guerras y epidemias — como tampoco ciertas costumbres — no reflejan, evidentemente, los aspectos dichosos de la vida de nuestros antepasados, como lo hacen, en cambio, las obras artísticas y literarias; suponiendo que la historia nada pueda decirnos sobre la felicidad de la Edad Media, las catedrales y todas las demás manifestaciones artísticas del mundo medieval son un testimonio irrecusable en este sentido, es decir, que no dan la impresión de una humanidad más desgraciada que la actual, por decir lo menos; nuestros antepasados, como los orientales de antaño, sin duda preferirían, si hubiesen de escoger, ser desgraciados a su modo que felices al nuestro. No hay nada humano que no sea un mal desde algún punto de vista: incluso la tradición es un «mal» en ciertos aspectos, puesto que ha de tomar contacto con los males humanos y éstos la invaden, pero entonces es un «mal menor» o un «mal necesario»; menos falso sería, evidentemente, decir que es un «bien», humanamente hablando. La pura verdad, es que «sólo Dios es bueno», y toda cosa terrena tiene un lado ambiguo.

Sin duda dirán algunos que el humanitarismo, lejos de ser materialista por definición, pretende reformar la naturaleza humana por la educación y la legislación; ahora bien, es contradictorio querer reformar lo humano fuera de lo divino, siendo éste la esencia de aquél; intentarlo es provocar a fin de cuentas miserias mucho peores que aquellas de las que se intentaba escapar. El humanitarismo filosófico subestima el alma inmortal por el propio hecho de que sobrestima el animal humano; obliga un poco a oscurecer a los santos para mejor poder blanquear a los criminales, pues lo uno parece tener que ir necesariamente acompañado de lo otro. De ello resulta la opresión de los contemplativos desde su tierna infancia: en nombre del igualitarismo humanitario, la escuela en particular y la mundanalidad oficial en general, machacan vocaciones y dilapidan genios; todo elemento espiritual es desterrado de la vida profesional y pública (NA: En cambio, y por compensación, la vida profesional toma aires cada vez más «religiosos», en el sentido de que reivindica al hombre por entero — tanto su tiempo como su alma —, como si la razón suficiente de la condición humana fuese determinada empresa económica, y no la inmortalidad), lo que equivale a quitarle a la vida una buena parte de su contenido y condenar la religión a la muerte lenta. La nivelación moderna, «democrática» si se quiere, está en los antípodas de la igualdad teocrática de las religiones monoteístas, pues no se funda en el teomorfismo del hombre, sino en su animalidad y rebeldía.

La tesis del progreso indefinido, por lo demás, topa con la contradicción siguiente: si el hombre ha podido vivir durante milenios bajo el dominio de errores y necedades — suponiendo que las tradiciones no sean sino eso, y entonces el error y la necesidad serían casi inconmensurables —, la inmensidad del engaño sería incompatible con la inteligencia que se atribuye al hombre como tal y que obligadamente se le ha de atribuir; dicho de otro modo, si el hombre es lo bastante inteligente para llegar al «progreso» que nuestra época encarna — suponiendo que sea una realidad —, a priori es demasiado inteligente para haberse dejado engañar, durante milenios, por errores tan ridículos como los que el progresismo le atribuye; pero si, por el contrario, el hombre es lo bastante tonto para haber creído en ellos durante tanto tiempo, también es demasiado tonto para salir de ellos, O incluso: si los hombres actuales hubiesen llegado finalmente a la verdad, habrían de ser superiores en proporción a los hombres de antaño, y tal proporción sería casi absoluta; ahora bien, lo menos que puede decirse es que el hombre antiguo — medieval o de la Antigüedad — no era ni menos inteligente ni menos virtuoso que el hombre moderno, lejos de ello. La ideología del progreso es uno de esos absurdos que llaman la atención por la falta tanto de imaginación como de sentido de las proporciones; es, por lo demás, esencialmente una ilusión de vaishya, un poco como la «cultura», que no es otra cosa que una «intelectualidad» sin inteligencia.

Pero volvamos a la cuestión de las castas: la ausencia de castas exteriores — pues las castas naturales no pueden ser abolidas más que en la santidad, al menos en cierto aspecto — exige condiciones que neutralicen los inconvenientes posibles de tal indiferenciación social; exige especialmente una civilidad que salvaguarde la libertad espiritual de cada cual; queremos decir, no la libertad para el error, que con toda evidencia nada tiene de espiritual, sino la libertad para la vida en Dios. Una civilidad tal es la negación misma de todo rebajamiento igualitario, pues concierne a lo que de más elevado hay en nosotros: los hombres se atienen a la dignidad, han de tratarse unos a otros como santos virtuales; inclinarse ante el prójimo, es ver a Dios en todas partes, y abrirse uno mismo a Dios. La actitud contraria es la «camaradería», la cual niega al prójimo todo misterio e incluso todo derecho a éste: es situarse en el plano de la animalidad humana y reducir al prójimo al mismo nivel, obligarlo a un achatamiento sofocante e inhumano. La indiferenciación social no puede tener sino base religiosa: no puede obrarse sino por lo alto, primero ligando el hombre a Dios y luego reconociendo a Dios en el hombre. En una civilización como el Islam, no hay «medio social» propiamente hablando; al formar parte de la religión las reglas de conveniencia, basta con ser piadoso para conocerlas, de modo que el pobre se sentirá cómodo entre los ricos, tanto más cuanto que la religión está «de su lado», ya que la pobreza en cuanto estado es una perfección; el rico, entre los pobres, no se sentirá chocado por una falta de educación o de «cultura», pues no hay «cultura» fuera de la tradición, cuyo punto de vista, por lo demás, nunca es cuantitativo. Dicho de otro modo, el pobre puede ser «aristócrata» bajo los andrajos, mientras que en Occidente es la propia «civilización» la que se lo impide; es cierto que pueden encontrarse campesinos aristócratas en Europa mismo, especialmente en países mediterráneos, mas pasan por supervivencias de otra edad; la nivelación moderna destruye en todas partes las bellezas de la igualdad religiosa, pues, siendo su caricatura, es incompatible con ésta.

La casta, como la entendemos, tiene esencialmente dos aspectos, a saber, el del «grado» y el del «modo» de inteligencia, distinción no debida a la esencia del intelecto, sino a los accidentes de su manifestación. La inteligencia puede ser contemplativa o escudriñadora, intuitiva o discursiva, directa o indirecta; puede ser simplemente inventiva o constructiva, o aun reducirse al buen sentido elemental; en cada uno de esos modos, hay grados, de modo que un hombre puede ser más «inteligente» que otro, y serle inferior desde el punto de vista del modo. En otros términos, la inteligencia puede estar centrada en el intelecto, que es transcendente e infalible en su esencia, o en la razón que no tiene ninguna percepción directa de las realidades transcendentes y, por consiguiente, no puede garantizar contra la intrusión del elemento pasional en el pensamiento; la razón puede ser determinada en una medida más o menos amplia por el intelecto, pero puede limitarse también a las cosas de la vida práctica, o incluso a los aspectos más inmediatos y rudimentarios de ésta. Ahora bien, el sistema de castas, como hemos dicho, resulta esencialmente de una perspectiva de la inteligencia, resulta, pues, de la intelectualidad o la metafísica, de donde el espíritu de exclusividad o pureza tan característico para la tradición hindú.

La igualdad — o más bien la indiferenciación — realizada por el budismo, el Islam y otras tradiciones, se refiere al polo «existencia» más bien que al polo «inteligencia»; la existencia, el ser de las cosas, neutraliza y une, mientras que la inteligencia discierne y separa. En cambio, la existencia, por su naturaleza (NA: ex-sistere, ex-stare) ha «salido» fuera de la Unidad, es, pues, el plano de la separación, mientras que la inteligencia, siendo Unidad por su naturaleza intrínseca, es el rayo que conduce al Principio; tanto la existencia como la inteligencia unen y dividen, pero cada una en un aspecto distinto, de modo que la inteligencia divide allí donde la existencia une, e inversamente. Podríamos expresarnos también de la manera siguiente: para el budismo — que no «niega» expresamente las castas, sino que más bien las «desconoce» —, todos los hombres son «uno», primero en el sufrimiento, y, luego, en la vía que libera; para el cristianismo, todos son «uno», primero por el pecado original, y, luego, por el bautismo, prenda y promesa de la Redención; para el Islam, todos son «uno», primero porque han sido creados de polvo, y, luego, por la fe unitaria; mas para el hinduismo, que parte del Conocimiento y no del hombre, es ante todo el Conocimiento lo que es «uno», y los hombres son diversos por sus grados de participación en el Conocimiento, y también, pues, por sus grados de ignorancia; se podría decir que son «uno» en el Conocimiento, pero éste no es accesible, en su pureza íntegra, más que a una minoría selecta, de donde el exclusivismo de los brahmanes.

La expresión individual de la inteligencia es el discernimiento; la expresión individual de la existencia es la voluntad. La perspectiva que da origen a las castas, lo hemos visto ya, se funda en el aspecto intelectual del hombre: para ella, el hombre es la inteligencia, el discernimiento; en cambio, la perspectiva de la indiferenciación social — que se refiere al polo «existencia» — parte de la idea de que el hombre es la voluntad, y se distinguirá en ésta una tendencia espiritual y una tendencia mundana, como la perspectiva del intelecto y las castas distingue los diversos grados de inteligencia o ignorancia. Esto permite comprender por qué la bhakti ignora prácticamente las castas y puede permitir iniciar aun a parias (NA: También hay, sin duda, excepciones en el ynana): porque, en el hombre, ve a priori la voluntad y el amor, y no la inteligencia y la intelección; por consiguiente, junto a las castas, fundadas en el «conocer», hay otra jerarquía fundada en el «querer», de modo que las categorías humanas se entrecruzan como los hilos de un tejido, aunque el «querer» espiritual se encuentre mucho más frecuentemente allí donde el «conocer» está.

Psicológicamente hablando, la casta natural es como un cosmos; los hombres viven en cosmos diferentes, según la «realidad» en la que están centrados; al inferior le es imposible comprender realmente al superior, pues quien comprende realmente, «es» lo que comprende. Por otro lado, se puede decir que todas estas categorías humanas se encuentran en cierta manera, por indirecta o simbólica que ésta sea, no sólo en cada una de dichas categorías, sino también en todo hombre; igualmente hay una cierta analogía entre las castas y las edades, en el sentido de que los tipos inferiores se encuentran también en ciertos aspectos de la infancia, mientras que el tipo pasional y activo estará representado por el adulto, y el tipo contemplativo y sereno, por el anciano; verdad es que el proceso suele ser inverso en el hombre tosco, que, tras las ilusiones de la juventud, no conserva más que el materialismo, e identifica a tales ilusiones el poco de nobleza que la juventud le había dado. Pero no olvidemos que cada uno de estos tipos fundamentales posee virtudes que lo caracterizan, de modo que los tipos no brahamánicos no tienen tan sólo un significado puramente privativo: el kshatriya tiene nobleza y energía, el vaishya honradez y habilidad, y el shudra fidelidad y diligencia; la contemplatividad y el desapego del tipo brahamánico contienen eminentemente todas estas cualidades.

El principio de las castas no sólo se refleja en las edades, sino también, de otra manera, en los sexos: la mujer se opone el hombre, en cierto sentido, como el tipo caballeresco al sacerdotal, o también, en otro aspecto, como el tipo «práctico», al «idealista», si se puede decir. Pero del mismo modo que el individuo no está absolutamente ligado por la casta, tampoco puede estarlo de manera absoluta por el sexo: la subordinación metafísica, cosmológica, psicológica y fisiológica de la mujer es evidente, pero la mujer, no obstante, es igual al hombre desde el punto de vista de la condición humana y por lo tanto también desde el de la inmortalidad; le es igual con respecto a la santidad, pero no en lo que toca a las funciones espirituales: ningún hombre puede ser más santo que la Virgen santísima, y, sin embargo, el último de los sacerdotes puede decir misa o predicar en público, cuando ella no podía hacerlo. Por otro lado, la mujer asume ante el hombre un aspecto de Divinidad: su nobleza, hecha de belleza y virtud, es para el hombre como una revelación de su propia esencia infinita, es decir, de lo que él «quiere ser» porque «lo es».

Quisiéramos mencionar, por último, cierta relación entre la actualización de las castas y el sedentarismo: es un hecho innegable que los tipos inferiores son menos frecuentes entre los nómadas guerreros que entre sedentarios; el nomadismo arriesgado y heroico hace que las diferencias cualitativas se encuentren como sumergidas en una especie de nobleza general; la actividad del tipo materialista-servil se ve reducida, y por compensación, el tipo sacerdotal no se destaca completamente del tipo caballeresco. Según la concepción de estos pueblos, la cualidad humana — la «nobleza» — la mantiene el género de vida combativo; no hay virtud sin actividad viril, luego peligrosa; el hombre se envilece cuando no mira de frente al sufrimiento y la muerte; lo que hace al hombre es la impasibilidad; lo que hace la vida es el acontecimiento, o la aventura, si se quiere. Esta perspectiva explica el apego de estos pueblos — beduinos, tuaregs, pieles rojas, antiguos mongoles — a su nomadismo o seminomadismo ancestral, y también su desprecio por los sedentarios, sobre todo ciudadanos; de hecho, los más profundos males que padece la humanidad han salido de las grandes aglomeraciones urbanas, no de la naturaleza virgen (NA: En los Balineses, cierta flexibilidad del sistema hindú puede explicarse por hechos cualitativamente análogos al nomadismo, esto es, el aislamiento insular y el número forzosamente restringido de habitantes; por eso los balineses tienen un carácter orgulloso e independiente que los acerca a los nómadas).

En el cosmos, todo ofrece un aspecto de simplicidad y complejidad a la vez, y en todo hay perspectivas que se refieren a uno u otro de estos aspectos; tanto la síntesis como el análisis están en la naturaleza de las cosas, y ello es cierto tanto para las sociedades humanas como para otros órdenes; es imposible, pues, que no haya castas en ninguna parte, o que no estén ausentes en ningún sitio. El hinduismo, rigurosamente hablando, no tiene «dogmas», en el sentido de que, en él, todo concepto puede ser negado, a condición de que el argumento sea intrínsecamente cierto; pero esa ausencia de dogmas propiamente dichos, es decir, «inamovibles», impide al mismo tiempo la unificación social. Lo que hace posible a ésta, especialmente en las religiones monoteístas, es precisamente el dogma, que hace las veces de un Conocimiento transcendente accesible a todos; el Conocimiento como tal es inaccesible a la mayoría, pero se impone a todo hombre bajo la forma de la fe, de modo que el «creyente» es algo así como un brahmán «virtual» o «simbólico». El exclusivismo del brahmán con respecto a las demás castas se repite mutatis mutandis, en el exclusivismo del «creyente» respecto de los «incrédulos» o «infieles»; en ambos casos, quien excluye es el «Conocimiento», ya se trate de la aptitud hereditaria para el Conocimiento puro, o debido a un conocimiento simbólico o virtual, es decir, a una creencia religiosa. Pero tanto en la fe revelada como en la casta instituida, la exclusión — que es condicional y «ofensiva» en el primer caso, e incondicional y «defensiva» en el segundo —, puede no ser más que «formal», y no «esencial», pues todo santo es «creyente», sea cual sea su religión, o «brahmán», sea cual sea su casta. Quizá hubiera que precisar, en lo que concierne a la cuestión de los dogmas, que los pilares doctrinales del hinduismo son en parte «dogmas móviles», esto es, pierden su absolutidad en planos superiores guardándola inquebrantablemente en el plano al que se refieren, prescindiendo de las legítimas divergencias de perspectiva; pero en todo esto no hay ninguna puerta abierta al error intrínseco, sin lo cual la tradición perdería su razón de ser. Desde el momento que discernimos entre lo verdadero y lo falso, la «herejía» se hace posible, sea cual sea nuestra reacción respecto a ésta; ella es en el plano de las ideas lo que el error material es en el de los hechos.

La casta, en su sentido espiritual, es la «ley» (NA: dharma) que rige una determinada categoría de hombres de conformidad con sus calificaciones; éste es el sentido — y sólo éste — en que la Bhagavad-Gita dice: «Más le vale a cada cual su propia ley de acción, incluso imperfecta, que la ley ajena, incluso bien aplicada. Más vale perecer en la propia ley de uno; es peligroso seguir la ley ajena» (NA: III, 35) (NA: La Bhagavad-Gita no puede querer decir que todo individuo deba seguir, en contra de la tradición, sus opiniones y gustos personales, sin lo cual el hinduismo, que es una tradición, hubiera cesado de existir desde hace mucho tiempo). Y asimismo el Manava-Dharma-Shastra: «Vale más cumplir las propias funciones de una manera defectuosa que desempeñar perfectamente las de otro; pues el que vive cumpliendo los deberes de otra casta pierde en el acto la suya» (NA: X, 97).

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