LA RELIGIÓN DEL CORAZÓN

En la Introducción a su «Revivificación de las ciencias de la religión» (NA: Ihya ulum ed-din), Ghazali hace una crítica de los teólogos de su tiempo, y, al hacerlo, da cuenta de un proceso de exteriorización, de degradación e incluso de inversión que es connatural a las sociedades humanas, no, por supuesto, de derecho, sino de hecho. Por una parte, nos dice Ghazali, se tiende cada vez más a declarar lícito lo que es condenable, a fin de justificar las inclinaciones mundanas; por otra, y por la lógica de las cosas, se intenta desacreditar los valores que son contrarios a esta decadencia a fin de calmar la mala conciencia y neutralizar todo lo que puede perturbar el reino de la tibieza y de la hipocresía. Y como forzosamente la principal víctima de la difamación mundana es la vida espiritual con su fervor y su profundidad, Ghazali se entrega a probar el carácter fundamentalmente islámico, coránico y muhammadiano del sufismo, que precisamente resume la espiritualidad musulmana y que no es otro que la «práctica perfecta» (NA: ihsan) de la Sunna; una «revivificación de las ciencias de la religión» incluye, pues, ante todo la defensa y la rehabilitación de la tradición espiritual, que representa a priori la vida profunda y la sustancia misma del Islam. Se ha podido decir que el sufismo es la «sinceridad» (NA: sidq) de la fe: ser perfectamente consecuente es, en efecto, transferir la religión al corazón — sede de la presencia divina y, por tanto, de la certidumbre metafísica — y es, por lo mismo, infundir a la religión exterior una vida sobrenatural y deificadora.

«La esencia espiritual del hombre — dice Ghazali — es semejante a la esencia de Dios, pues Dios ha creado al hombre a su imagen»; y «a causa de esta relación entre el hombre y Dios, todos los hombres — y no solamente los profetas — pueden alcanzar, con el socorro divino (NA: Tawfiq; reserva que significa «en principio»), la realización del conocimiento de Dios y el mundo», es decir, el conocimiento del Principio y su Manifestación, o de lo Necesario y lo Posible, o aún de lo Absoluto y lo Cotingente; de Atma y Maya.

Es decir, en el Islam se encuentran, se combinan y, a veces, se enfrentan dos «religiones»: la religión exterior — la de la Revelación y la Ley — y la religión del Corazón, la de la Intelección, la de la Libertad inmanente; ambas se combinan en cuanto la religión exterior procede de la religión interior, pero se oponen en cuanto la religión interior y esencial es independiente de la religión exterior y formal. Por una parte hay la homogeneidad y la continuidad, y, por otra, la inconmensurabilidad y la discontinuidad; la forma procede de la esencia, pero ésta permanece eminentemente libre respecto a la forma. La luz roja o verde es indiscutiblemente luz, puesto que ilumina, pero la luz en sí misma no es ni roja ni verde; ahora bien, el punto de vista formalista o esotérico consiste en afirmar que tal o cual color es luz, y correlativamente, que la luz es tal o cual color, como si la sustancia fuera el accidente porque éste manifiesta a aquélla.

Esto no quiere decir que Ghazali dé directamente cuenta de esta irreversibilidad de relaciones; él demuestra sin embargo a su manera que el Islam legal es una proyección hacia el exterior de la «religión del Corazón»: practicar el Islam con «sinceridad» — o sea, siguiendo el ejemplo del Profeta — es quitar la «herrumbre» del corazón en desgracia, es liberar a la religión inmanente y es, por lo mismo, verificar la verdad del Islam a la luz de una certidumbre ya divina, puesto que emana del Intelecto transpersonal. De la misma manera que las acciones bellas (NA: husna) — precisamente las que prefigura y preconiza la Sunna — purifican el corazón y contribuyen a actualizar en él la belleza inmanente y ya celestial, inversamente, esta belleza del corazón se manifiesta en las acciones bellas; Ghazali insiste en esta reciprocidad, que para él constituye la quintaesencia misma del Islam (NA: Como es la de toda espiritualidad, no obstante otros aspectos igualmente posibles de esta quintaesencia. «Por este poder de comprensión, esta penetración de nuestro ser (NA: por lo Universal), nuestros corazones serán transferidos en — y unidos con — el Corazón Original (NA: Amida), que lo penetra todo y que es el Corazón de nuestros corazones.» (NA: Kenryo KANAMATSU, Naturalness, Kyoto, 1956)).

En vez de «Corazón» podríamos también decir «Amor». No es sin razón como Ibn Arabi reivindica para sí la «religión del Amor» y Dante declara que «el Amor y el Corazón valiente son una y la misma cosa» (NA: Amore e'l cor gentil sono una cosa). El corazón «valiente» o «noble» no es sino el corazón purificado a la vez desde el interior por la Intelección y la contemplación, y desde el exterior por los actos y virtudes conformes a la Revelación; este «Amor» es igualmente el «Vino» de la Khamriyah de Omar ibn el-Faridh y de muchos otros poemas esotéricos del Islam (NA: Lo mismo en el Budismo: Amitabha es a la vez infinita «Luz» y — en cuanto Amittayus — infinita «Vida»; el corazón divino es Sabiduría y Amor, Claridad y Calor). Y es por lo demás en este Amor donde se encuentran la espiritualidad del Cristianismo y la del Islam, pues en cuanto los efluvios de la Esencia entran en el corazón, éste se sitúa más allá del orden formal y se hace capaz de adivinar las intenciones divinas de todas las formas y, por consiguiente, de percibir la Unidad en la diversidad (NA: Por razones históricas y geográficas evidentes, esto no puede significar que el sabio perfecto conoce y comprende concretamente todas las religiones distintas de la suya. Cuando Ibn Arabi declara que su «corazón está abierto a todas las formas», habla más bien de su propio estado trascendente que de religiones extrañas; decimos «más bien», porque no hay que exagerar ni en un sentido ni en otro).

El poder salvífico del Islam resulta del principio de que la unicidad de la verdad exige la totalidad de la fe; ahora bien, esta totalidad compromete todo lo que somos, luego también el Corazón, que nos resume. La verdad única es que «no hay más dios que el único Dios»; no hay otro absoluto al lado del único Absoluto.

Para los cristianos, la verdad única es que sólo Cristo es el salvador; y es esta unicidad objetiva la que exige la totalidad subjetiva. Metafísicamente, la unicidad de Cristo significa que sólo el Logos puede salvarnos, él, que nos ha concebido y que es la puerta entre el mundo y Dios; y ésta es, en el fondo, una manera más relativa de decir que «no hay más dios que el único Dios», luego «no hay más bien que el único Bien». Como quiera que sea, es a la Unicidad divina a la que el hombre responde con su propia totalidad, que no es otra que el Corazón o el Amor.

Para el cristianismo, el Amor viene de Cristo y sería inaccesible e irrealizable sin la Redención, por estar el corazón del hombre totalmente caído; para el Islam, el Amor es inmanente al corazón, del que sólo la superficie se vuelve ciega e impotente a causa del pecado; el hombre dejaría de ser hombre si su decadencia fuese total. Pero una vez alcanzado el Amor, la vía de acceso confesional ya no juega ningún papel; el Amor, como la «Sabiduría» de que habla la Biblia, fue antes que el mundo y antes que el hombre. Esto equivale a decir que la «religión del Corazón» es independiente de la religión de la Ley, en principio, si no de hecho.

Esta última reserva significa que si los sufíes mantienen casi siempre — con ínfimas excepciones — los conceptos y las prácticas de la religión revelada, para ello hay dos razones graves, intrínseca la una y extrínseca la otra. La razón extrínseca es evidente: se trata, no solamente de dar buen ejemplo a todos los fieles, sino también de mantenerse de acuerdo con la Ley, que no puede tener en cuenta al espíritu fuera de las formas; en cuanto a la razón intrínseca, resulta, por una parte, de ciertos elementos de la naturaleza humana y, por otra, de una oportunidad espiritual, o quizá incluso de una necesidad. Por una parte, cualquiera que sea el grado espiritual de un hombre, el individuo humano como tal sigue siendo siempre «servidor» (NA: abd); Cristo fue «verdadero hombre y verdadero Dios», y, como «verdadero hombre», oraba como todo el mundo, no obstante su divinidad interior (NA: En lenguaje musulmán se diría: no obstante la penetración de su alma, en el interior, por la Presencia divina); por otra parte, es importante para el «liberado viviente» — el jivan-mukta hindú — mantener, paralelamente a su estado interior de unión con Atma, un culto de bhakti consagrado a tal o cual ishta-devata. El hombre no sería el hombre si en él no hubiese dos dimensiones inconmensurables, una para la devoción y otra para la unión.

Sin embargo, la práctica religiosa de quien se encuentra realmente integrado en la «religión del Corazón» difiere necesariamente de la práctica del hombre medio, totalmente encerrado en el formalismo de la Ley común; mientras que el punto de vista de éste implica inevitablemente un voluntarismo individualista y sentimental, sin olvidar una epistemología sensualista que sale al paso de toda «competencia» del lado de la intelección (NA: Desde el punto de vista de la verdad total, el sensualismo es una herejía extrañamente prosaica, pero desde el punto de vista del fideísmo religioso es moralmente indiferente y teológicamente oportuno. La bhakti confesional se opone al jnana, los teólogos cristianos rechazan a Platón como Ramanuja y otros vishnuitas rechazan a Shankara), la perspectiva de la religión del Corazón o del Amor es ante todo intelectiva y por lo mismo universal; su dimensión musical procede, no de un sentimentalismo ideológico y moral, sino de la Belleza y del Amor, que por una parte moran en Dios y por otra irradian a través de su Manifestación a la vez cósmica y humana. Si para el adepto del Corazón o del Amor no es cuestión de abandonar la práctica religiosa, el principio de trascendencia esotérica puede sin embargo manifestarse por una cierta libertad con referencia a esta práctica, especialmente por una tendencia a la simplificación, pues todo el acento se pone sobre la contemplación y sus soportes directos; pero esta libertad, o esta objetividad, no se manifestará nunca como una deshumanización de lo humano so pretexto de sublimidad metafísica, porque la Verdad trascendente pone cada cosa en su lugar y no mezcla los planos. La sabiduría suprema es solidaria de la santa infancia. Esto no quiere decir que la religión general, para ser salvadora, exija las cimas que presenta u ofrece la religión del Corazón, como sin duda lo querría Ghazali; pero exige una suerte de tendencia o movimiento hacia ellas, porque no hay en todos los aspectos una línea de demarcación entre los dominios exotérico y esotérico, o voluntarista e intelectivo. Por un lado, el esoterismo prolonga y profundiza la religión, o, dicho de otro modo, la religión adapta el esoterismo a un cierto nivel de consciencia y actividad; por otro, los dos ámbitos divergen, al ser el exoterismo la forma necesariamente particular y particularista y el esoterismo, por el contrario, la esencia por definición universal y universalista del elemento formal. Esto es lo que explica que el sufismo, por una parte sea solidario del formalismo religioso y, por otra, lo supera al menos en principio e independientemente de sus actitudes de hecho. Una cosa es la forma que se toma por esencia, y otra la forma que expresa o sirve de vehículo a la esencia sin que se la confunda con ésta.

En este contexto, podríamos referirnos a la distinción entre el Ser absoluto, luego necesario, y el ser contingente, luego solamente posible; ahora bien, el misterio teofánico del Corazón es precisamente que el Ser necesario habita en el centro del microcosmo humano, de suerte que la certidumbre metafísica y mística propia de la religión del Corazón es la certidumbre que Dios tiene de sí mismo y que introduce en la consciencia del hombre. El recuerdo platónico no es otra cosa que la participación del Intelecto humano en las evidencias ontológicas del Intelecto divino; es por esto por lo que el sufí es arif billaah, «conocedor por Allah», conforme a la enseñanza de un célebre hadith según el cual Dios es «el Ojo por el que (NA: el sufí) Ve», lo que explica la naturaleza del «Ojo del Conocimiento» o del «Ojo del Corazón».

Si esta perspectiva exige por una parte el equilibrio entre la interioridad contemplativa — exteriormente reductora y simplificadora — y las actitudes exteriores necesarias u oportunas, por otra favorece la confianza y la quietud, porque allí donde está la profundidad y la esencialidad, allí está la Misericordia; lo que indica la relación de naturaleza entre la sabiduría y la santa infancia (NA: Aquí está el fundamento del quietismo, cuyos abusos accidentales no pueden invalidar su legitimidad sustancial. Todo esoterismo es peligroso fuera de las cualificaciones intelectuales y morales que exige su naturaleza).

La religión del Corazón o del Amor es, desde el punto de vista operativo, el poder de interiorización. Ahora bien, la verdad posee una cualidad interiorizadora en la medida en que es elevada; la Verdad absoluta es absolutamente interiorizadora, para «quien tenga oídos para oír».

Las virtudes, que por su misma naturaleza son testimonio de la Verdad, poseen también una cualidad interiorizadora en la medida en que son fundamentales; lo mismo ocurre con los seres y las cosas que transmiten mensajes de la eterna Belleza; de ahí el poder de interiorización propio de la naturaleza virgen, de la armonía de las criaturas, del arte sagrado, de la música. La sensación estética — lo hemos hecho notar en numerosas ocasiones — posee en sí misma una cualidad ascendente: provoca en el alma contemplativa, directa o indirectamente, un recuerdo de las divinas esencias. Para el «pneumático», la belleza sensible, así como la belleza moral, posee una virtud que interioriza; ennoblece el mundo a la vez que aleja del mundo.

Si queremos retirarnos al Corazón para encontrar en él la Verdad total y la Santidad subyacente y prepersonal, debemos manifestar el Corazón no solamente en nuestra inteligencia, sino también en nuestra alma en general, mediante las actitudes espirituales y las cualidades morales; porque toda belleza del alma es un rayo de luz que proviene del Corazón y vuelve hacia él. Como ontológicamente el Corazón precede a la actividad exterior, su esfera está más próxima a la Misericordia que la esfera de la Ley, de los méritos y de los deméritos; pues, según una célebre fórmula, «Mi Clemencia precede a Mi Cólera», La religión del Corazón es la Religión primordial en el tiempo, y quintaesencial en el alma.