IV

LAS DIRECCIONES DEL ESPACIO

Algunos escritores occidentales, con pretensiones más o menos iniciáticas, han querido dar a la cruz una significación exclusivamente astronómica, diciendo que es “un símbolo de la unión crucial que forma la eclíptica con el Ecuador”, y también “una imagen de los equinoccios, cuando el sol, en su curso actual, cubre sucesivamente estos dos puntos” ( NA: Estas citas están tomadas, a título de ejemplo muy característico, de un autor masónico bien conocido, J M Ragon ( Ritual del grado de Rosa-Cruz, pp 25-28 )). A decir verdad, si la cruz es eso, es porque, como lo indicábamos más atrás, los fenómenos astronómicos mismos pueden considerarse, desde un punto de vista más elevado, como símbolos, y porque, a este título, puede encontrarse en ellos, así como por toda otra parte, esta figuración del “Hombre Universal” a la que hacíamos alusión en el precedente capítulo; pero, si estos fenómenos son símbolos, es evidente que no son la cosa simbolizada, y que el hecho de tomarlos por ésta constituye una inversión de las relaciones normales entre los diferentes órdenes de realidades ( NA: Es quizás bueno recordar también aquí, aunque ya lo hayamos hecho en otras ocasiones, que es esta interpretación astronómica, siempre insuficiente en sí misma, y radicalmente falsa cuando pretende ser exclusiva, la que ha dado nacimiento a la muy famosa teoría del “mito solar”, inventada hacia el final del siglo XVIII por Dupuis y Volney, reproducida después por Max Müller, y todavía en nuestros días por los principales representantes de una supuesta “ciencia de las religiones” que nos es completamente imposible tomar en serio). Cuando encontramos la figura de la cruz en los fenómenos astronómicos u otros, tiene exactamente el mismo valor simbólico que la que podemos trazar nosotros mismos ( Por otra parte, señalamos que el símbolo guarda siempre su valor propio, incluso cuando se traza sin intención consciente, como ocurre concretamente cuando algunos símbolos incomprendidos son conservados simplemente a título de ornamentación); eso prueba solo que el verdadero simbolismo, lejos de ser inventado artificialmente por el hombre, se encuentra en la naturaleza misma, o, para decirlo mejor, que la naturaleza entera no es más que un símbolo de las realidades transcendentes.

Incluso restableciendo así la interpretación correcta de lo que se trata, las dos frases que acabamos de citar contienen la una y la otra un error: en efecto, por una parte, la eclíptica y el ecuador no forman la cruz, ya que estos dos planos no se cortan en ángulo recto; y por otra parte, los dos puntos equinocciales están unidos evidentemente por una sola línea recta, de suerte que, aquí la cruz aparece menos todavía. Lo que es menester considerar en realidad, es, por una parte, el plano del ecuador y el eje que, uniendo los polos, es perpendicular a este plano; son, por otra parte, las dos líneas que unen respectivamente los dos puntos solsticiales y los dos puntos equinocciales; tenemos así lo que puede llamarse, en el primer caso, la cruz vertical, y, en el segundo, la cruz horizontal. El conjunto de estas dos cruces, que tienen el mismo centro, forma la cruz de tres dimensiones, cuyos brazos están orientados siguiendo las seis direcciones del espacio ( Es menester no confundir “direcciones” y “dimensiones” del espacio: hay seis direcciones, pero solo tres dimensiones, de las cuales cada una conlleva dos direcciones diametralmente opuestas. Es así como la cruz de que hablamos tiene seis brazos, pero está formada solo por tres rectas de las que cada una es perpendicular a las otras dos; así pues, según el lenguaje geométrico, cada brazo es una “semirecta” dirigida en un cierto sentido a partir del centro); estas corresponden a los seis puntos cardinales, que, con el centro mismo, forman el septenario.

Hemos tenido la ocasión de señalar en otra parte la importancia atribuida por las doctrinas orientales a estas siete regiones del espacio, así como a su correspondencia con ciertos periodos cíclicos ( El Rey del Mundo, capítulo VII ); creemos útil reproducir aquí un texto que hemos citado entonces y que muestra que la misma cosa se encuentra también en las tradiciones occidentales; “Clemente de Alejandría dice que de Dios, “Corazón del Universo”, parten las extensiones indefinidas que se dirigen, una hacia lo alto, otra hacia abajo, ésta a la derecha, esa a la izquierda, una adelante y otra hacia atrás; dirigiendo su mirada hacia estas seis extensiones como hacia un número siempre igual, acaba el mundo; él es el comienzo y el fin ( el alfa y el omega ); en él se acaban las seis fases del tiempo, y es de él de quien reciben su extensión indefinida; éste es el secreto del número 7” ( P Vulliaud, La Qabbalah judía, t. I, pp 215-216).

Este simbolismo es también el de la Qabbalah hebraica, que habla del “Santo Palacio” o “Palacio interior” como situado en el centro de las seis direcciones del espacio. Las tres letras del Nombre divino Jehowah ( Este nombre está formado de cuatro letras, iod, he, vau, he, pero entre las cuales no hay más que tres distintas, puesto que la letra he se repite dos veces), por su séxtuple permutación según estas seis direcciones, indican la inmanencia de Dios en el seno del mundo, es decir, la manifestación del Logos en el centro de todas las cosas, en el punto primordial del que las extensiones indefinidas no son más que la expansión o el desarrollo: “Él formó del Thohu ( vacío ) algo e hizo de lo que no era lo que es. Él talló grandes columnas del éter inaprehensible ( NA: Se trata de las “columnas” del árbol sefirótico: columna del medio, columna de la derecha y columna de la izquierda; volveremos sobre ello más adelante. Es esencial observar, por otra parte, que el “éter” de que se trata aquí no debe entenderse solo como el primer elemento del mundo corporal, sino también en un sentido superior obtenido por transposición analógica, como sucede igualmente para el Akâsha de la doctrina hindú ( ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, capítulo III )). El reflexionó, y la Palabra ( Memra ) produjo todo objeto y todas las cosas por su Nombre Uno” ( Sepher Ietsirah, IV, 5). Éste punto primordial desde donde se profiere la Palabra divina no se desarrolla solo en el espacio como acabamos de decirlo, sino también en el tiempo; él es el “Centro del Mundo” bajo todos los aspectos, es decir, que está a la vez en el centro de los espacios y en el centro de los tiempos. Esto, bien entendido, si se toma en el sentido literal, no concierne más que a nuestro mundo, el único cuyas condiciones de existencia sean directamente expresables en lenguaje humano; es únicamente el mundo sensible el que está sometido al espacio y al tiempo; pero, como se trata en realidad del Centro de todos los Mundos, se puede pasar al orden suprasensible efectuando una transposición analógica en la que el espacio y el tiempo ya no guardan más que una significación puramente simbólica.

Hemos visto que, en Clemente de Alejandría, se habla de seis fases del tiempo, que corresponden respectivamente a las seis direcciones del espacio: son, como lo hemos dicho, seis periodos cíclicos, subdivisiones de otro periodo más general, y a veces representados como seis milenarios. El Zohar, del mismo modo que el Talmud, divide en efecto la duración del mundo en periodos milenarios. “El mundo subsistirá durante seis mil años a los cuales hacen alusión las seis primeras palabras del Génesis” ( Siphra di-Tseniutha: Zohar, II, 176 b); y estos seis milenarios son análogos a los seis “días” de la Creación ( Recordaremos aquí la palabra bíblica: “Mil años son como un día a la mirada del Señor”). El séptimo milenario, como el séptimo “día”, es el Sabbath, es decir, la fase de retorno al Principio, que corresponde naturalmente al centro, considerado como la séptima región del espacio. Hay ahí una suerte de cronología simbólica, que evidentemente no debe tomarse al pie de la letra, como tampoco las que se encuentran en otras tradiciones; Josefo ( Antigüedades judaicas, I, 4) destaca que seis mil años forman diez “grandes años”, siendo el “gran año” de seis siglos ( éste es el Naros de los caldeos ); pero, en otras partes, lo que se designa por esta misma expresión es un periodo mucho más largo, diez o doce mil años entre los griegos y los persas. Por lo demás, eso no importa aquí, donde no se trata de ningún modo de calcular la duración real de nuestro mundo, lo que exigiría un estudio profundo de la teoría hindú de los Manvantaras; como no es eso lo que nos proponemos al presente, basta tomar estas divisiones con su valor simbólico. Así pues, solo diremos que puede tratarse de seis fases indefinidas, y, por consiguiente, de una duración indeterminada, más una séptima que corresponde al acabamiento de todas las cosas y a su restablecimiento en el estado primero ( Este último milenario es sin duda asimilable al “Reino de mil años” del que se habla en el Apocalipsis).

Volvamos a la doctrina cosmogónica de la Qabbalah, tal como se expone en el Sepher Ietsirah: “Se trata dice M Vulliaud- del desarrollo a partir del Pensamiento hasta la modificación del Sonido ( La Voz ), desde lo impenetrable a lo comprehensible. Se observará que estamos en presencia de una exposición simbólica del misterio que tiene por objeto la génesis universal y que se liga al misterio de la unidad. En otros pasajes, es el del “punto” que se desarrolla por líneas en todos los sentidos ( Estas líneas se representan como los “cabellos de Shiva” en la tradición hindú), y que no deviene comprehensible más que por el “Palacio interior”. Es el del inaprehensible éter ( Avir ), donde se produce la concentración, de donde emana la luz ( Aor )” ( La Qabbalah judía, tomo I, p 217). El punto es efectivamente el símbolo de la unidad; él es el principio de la extensión, que no existe más que por su irradiación ( puesto que el “vacío” anterior no es más que pura virtualidad ), pero no deviene comprehensible más que situándose en esta extensión, de la que es entonces el centro, así como lo explicaremos más completamente en lo que sigue. La emanación de la luz, que da su realidad a la extensión, “haciendo del vacío algo y de lo que no era lo que es”, es una expansión que sucede a la concentración; son éstas las dos fases de aspiración y de expiración de las que se trata tan frecuentemente en la tradición hindú, y de las que la segunda corresponde a la producción del mundo manifestado; y hay lugar a observar la analogía que existe también, a este respecto, con el movimiento del corazón y la circulación de la sangre en el ser vivo. Pero prosigamos: “La luz ( Aor ) brotó del misterio del éter ( Avir ). El punto oculto fue manifestado, es decir, la letra iod” ( Ibid, tomo I, p 217). Esta letra representa jeroglíficamente el Principio, y se dice que de ella se forman todas las demás letras del alfabeto hebraico, formación que, según el Sepher Ietsirah, simboliza la formación misma del mundo manifestado ( NA: La “formación” ( Ietsirah ) debe entenderse propiamente como la producción de la manifestación en el estado sutil; la manifestación en el estado grosero es llamada Asiah, mientras que, por otra parte, Beriah es la manifestación informal. Ya hemos señalado en otra parte esta exacta correspondencia de los mundos considerados por la Qabbalah con el Tribhuvana de la doctrina hindú ( El Hombre y su devenir según el Vêdânta, capítulo V )). Se dice también que el punto primordial incomprehensible, que es el Uno no manifestado, forma tres que representan el Comienzo, el Medio y el Fin ( NA: Bajo este aspecto, estos tres puntos pueden asimilarse a los tres elementos del monosílabo Sagrado Aum ( Om ) en el simbolismo hindú, y también en el antiguo simbolismo Cristiano ( ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, capítulo XVI y El Rey del Mundo, capítulo IV )), y que estos tres puntos reunidos constituyen la letra iod, que es así el Uno manifestado ( o más exactamente afirmado en tanto que principio de la manifestación universal ), o, para hablar el lenguaje teológico, Dios haciéndose “Centro del Mundo” por su Verbo. “Cuando este iod ha sido producido, dice el Sepher Ietsirah, lo que quedó de este misterio o del Avir ( el éter ) oculto fue Aor ( la luz )”; y en efecto, si se quita el iod de la palabra Avir, queda Aor.

Sobre este punto, M Vulliaud cita el comentario de Moisés de León: “Después de haber recordado que el Santo, bendito sea, incognoscible, no puede ser aprehendido sino según sus atributos ( middoth ) por los que Él ha creado los mundos ( NA: Se encuentra aquí el equivalente de la distinción que hace la doctrina hindú entre Brahma “no cualificado” ( nirguna ) y Brahma “cualificado” ( saguna ), es decir, entre el “Supremo” y el “No Supremo”, no siendo este último otro que Ishwara ( ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, I y X ). — Middah significa literalmente “medida” ( cf el sánscrito mâtrâ )), comenzamos por la exégesis de la primera palabra de la Thorah: Bereshit ( Se sabe que ésta es la palabra por la que comienza el Génesis: “in Principio”). Antiguos autores nos han enseñado relativamente a este misterio, que él está oculto en el grado supremo, el éter puro e impalpable. Este grado es la suma total de todos los espejos posteriores ( es decir, exteriores en relación a este grado mismo ) ( NA: Se ve que este grado es la misma cosa que el “grado universal” del esoterismo islámico, en el que se totalizan sintéticamente todos los demás grados, es decir, todos los estados de la Existencia. La misma doctrina hace uso también de la comparación del espejo y de otros similares: es así como, según una expresión que hemos ya citado en otra parte ( El Hombre y su devenir según el Vêdânta, X ), la Unidad, considerada en tanto que contiene en sí misma todos los aspectos de la Divinidad ( Asrâr rabbâniyah o “misterios dominicales” ), es decir, todos los atributos divinos, expresados por los nombres çifâtiyah ( ver El Rey del Mundo, cap III ), “es del Absoluto ( el “Santo” inaprehensible fuera de Sus atributos ) la superficie reverberante de innumerables facetas que magnifica a toda criatura que se mira en ella directamente”; y apenas hay necesidad de destacar que aquí se trata precisamente de estos Asrâr rabbâniyah). Proceden de él por el misterio del punto que es él mismo un grado oculto y que emana del misterio del éter puro y misterioso ( NA: El grado representado por el punto, que corresponde a la Unidad, es el del Ser Puro ( Ishwara en la doctrina hindú )). El primer grado, absolutamente oculto ( es decir, no-manifestado ), no puede ser aprehendido ( NA: A propósito de esto, uno podrá remitirse a lo que enseña la doctrina hindú sobre el tema de lo que está más allá del Ser, es decir, del estado incondicionado de Âtmâ ( ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, XV, donde hemos indicado las enseñanzas concordantes de las demás tradiciones )). Del mismo modo, el misterio del punto supremo, aunque esté profundamente oculto ( El Ser es todavía no manifestado, pero es el Principio de toda manifestación), puede ser aprehendido en el misterio del Palacio interior. El misterio de la Corona Suprema ( kether, el primero de los diez Sephiroth ) corresponde al del puro e inaprehensible éter ( Avir ). Él es la causa de todas las causas y el origen de todos los orígenes. Es en este misterio, origen invisible de todas las cosas, donde el “punto” oculto de quien todo procede toma nacimiento. Por eso es por lo que se dice en el Sepher Ietsirah: “Antes del Uno, ¿qué puedes tú contar?”. Es decir: antes de ese punto, ¿qué puedes tu contar o comprender? ( La unidad es, en efecto, el primero de todos los números; antes de ella, no hay pues nada que pueda ser contado; y la numeración se toma aquí como símbolo del conocimiento en modo distintivo) Antes de ese punto, no hay nada, excepto Ain, es decir, el misterio del éter puro e inaprehensible, llamado así ( por una simple negación ) a causa de su incomprehensibilidad ( NA: Es el Cero metafísico, o el “No Ser” de la tradición extremo oriental, simbolizado por el “vacío” ( cf Tao-Te-king, XI ); ya hemos explicado en otra parte por qué las expresiones de forma negativa son las únicas que pueden aplicarse todavía al más allá del Ser ( El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap XV )). El comienzo comprehensible de la existencia se encuentra en el misterio del “punto” supremo ( Es decir, en el Ser, que es el principio de la Existencia, la cual es la misma cosa que la manifestación universal, del mismo modo en que la unidad es el principio y el comienzo de todos los números). Y porque este “punto” es el “comienzo” de todas las cosas, es llamado “Pensamiento” ( Mahasheba ) ( Porque todas las cosas deben ser concebidas por el pensamiento antes de ser realizadas exteriormente: esto debe entenderse analógicamente por una transferencia del orden humano al orden cósmico). El misterio del Pensamiento creador corresponde al “punto” oculto. Es en el Palacio interior donde el misterio unido al “punto” oculto puede ser comprendido, ya que el puro e inaprehensible éter permanece siempre misterioso. El “punto” es el éter hecho palpable ( por la “concentración” que es el punto de partida de toda diferenciación ) en el misterio del Palacio interior o Santo de los Santos ( NA: El “Santo de los Santos” estaba representado por la parte más interior del Templo de Jerusalén, que era el Tabernáculo ( mishkan ) donde se manifestaba la Shekinah, es decir, la “presencia divina”). Todo, sin excepción, ha sido concebido primero en el Pensamiento ( Es el Verbo en tanto que Intelecto divino, que es, según una expresión empleada por la teología cristiana, el “lugar de los posibles”). Y si alguno dijera: “¡Mira!, hay novedad en el mundo”, impónle silencio, ya que eso fue anteriormente concebido en el Pensamiento ( Es la “permanente actualidad” de todas las cosas en el “eterno presente”). Del “punto” oculto emana el Santo Palacio interior ( por las líneas salidas de ese punto según las seis direcciones del espacio ). Es el Santo de los Santos, el quincuagésimo año ( alusión al Jubileo que representa el retorno al estado primordial ) ( Ver El Rey del Mundo, cap III; se destacará que 50 = 7 al cuadrado + 1. La palabra kol, “todo”, en hebreo y en árabe, tiene por valor numérico 50. Cf también las “cincuenta puertas de la Inteligencia”), que se llama igualmente la Voz que emana del Pensamiento ( NA: Es también el Verbo, pero en tanto que Palabra divina; primero es Pensamiento en el interior ( es decir, en Sí mismo ), y después Palabra en el exterior ( es decir, en relación a la Existencia universal ), puesto que la Palabra es la manifestación del Pensamiento; y la primera Palabra proferida es el Iehi Aor ( Fiat Lux ) del Génesis). Todos los seres y todas las cosas emanan entonces por la fuerza del “punto” de arriba. He aquí lo que es relativo a los misterios de los tres Sephiroth supremos” ( Citado en La Qabbalah judía, tomo I, pp 405-406). Hemos querido dar este pasaje entero, a pesar de su longitud, porque, además de su interés propio, tiene, con el tema del presente estudio, una relación mucho más directa de lo que se podría suponer a primera vista.

Este mismo simbolismo de las direcciones del espacio es el que tendremos que aplicar en todo lo que va a seguir, ya sea desde el punto de vista “macrocósmico”, como en lo que acaba de decirse, o ya sea desde el punto de vista “microcósmico”. Según el lenguaje geométrico, la cruz de tres dimensiones constituye un “sistema de coordenadas” al que puede referirse el espacio todo entero; y el espacio simbolizará aquí el conjunto de todas las posibilidades, ya sea de un ser particular, ya sea de la Existencia universal. Este sistema está formado de tres ejes, uno vertical y los otros dos horizontales, que son tres diámetros rectangulares de una esfera indefinida, y que, independientemente de toda consideración astronómica, pueden considerarse como orientados hacia los seis puntos cardinales: en el texto de Clemente de Alejandría que hemos citado, lo alto y lo bajo corresponden respectivamente al Zenit y al Nadir, la derecha y la izquierda al Sur y al Norte, la delantera y la trasera al Este y al Oeste; esto podría justificarse por las indicaciones concordantes que se encuentran en casi todas las tradiciones. Puede decirse también que el eje vertical es el eje polar, es decir, la línea fija que une los dos polos y alrededor de la cual todas las cosas cumplen su rotación; es pues el eje principal, mientras que los otros dos ejes horizontales no son más que secundarios y relativos. De estos dos ejes horizontales, uno, el eje Norte-Sur, puede llamarse también el eje solsticial, y el otro, el eje Este-Oeste, puede llamarse el eje equinoccial, lo que nos lleva al punto de vista astronómico, en virtud de una cierta correspondencia de los puntos cardinales con las fases del ciclo anual, correspondencia cuya exposición completa nos llevaría demasiado lejos y que no importa por lo demás aquí, aunque encontrará sin duda mejor su lugar en otro estudio ( NA: A título de concordancia, se puede observar también la alusión que hace San Pablo al simbolismo de las direcciones o de las dimensiones del espacio, cuando habla de “la anchura, la largura, la altura y la profundidad del amor de Jesucristo” ( Epístola a los Efesios, III, 18 ). Aquí, no hay más que cuatro términos enunciados distintamente en lugar de seis: los dos primeros corresponden respectivamente a los dos ejes horizontales, tomando cada uno de éstos en su totalidad; los dos últimos corresponden a las dos mitades superior e inferior del eje vertical. La razón de esta distinción, en lo que concierne a las dos mitades de este eje vertical, es que éstas se refieren a dos gunas diferentes, e incluso opuestos en un cierto sentido; por el contrario, los dos ejes horizontales se refieren enteros a un solo guna, así como veremos en el capítulo siguiente).