Hasta este día, para el estudio de la Qabbalah, no existía ningún trabajo de conjunto que presentara un carácter verdaderamente serio; en efecto el libro de Adolfo Frank, a despecho de su reputación, mostraba sobre todo hasta qué punto su autor, imbuido de los prejuicios universitarios y además completamente ignorante del hebreo, era incapaz de comprender el sujeto que se había esforzado en tratar; en cuanto a ciertas compilaciones tan indigestas como fantásticas, como la de Papus, más vale no hablar de ellas. Había pues ahí una lamentable laguna que colmar, y nos parecía que el importante trabajo de M Paul Vulliaud («La Qabbalah judía: Historia y doctrina», 2 volúmenes de 520 y 460 págs. (E Nourry, París, 1923)) habría debido estar precisamente destinado a este efecto; pero aunque este trabajo haya sido hecho muy concienzudamente y aunque contiene muchas cosas interesantes, debemos confesar que leyéndole hemos gustado una cierta decepción. Esta obra, de la que habríamos sido feliz de poder recomendar su lectura sin reserva, no da lo que parece prometer su título muy general y el contenido del libro está lejos de carecer de defecto. A decir verdad, el subtítulo de «Ensayo crítico» habría podido ya ponernos en guardia en cuanto al espíritu en el cual el libro en cuestión ha sido concebido, porque no sabemos sino muy bien lo que es menester entender por ese término «crítico» cuando es empleado por los doctos «oficiales»; pero no perteneciendo M Vulliaud a esa categoría, primero solamente nos habíamos sorprendido de que haya hecho uso de una expresión susceptible de una tan enojosa interpretación. Pero después hemos comprendido mejor la intención que el autor, por este medio, había querido hacer entrever; esta intención, la hemos encontrado muy claramente expresada en una nota en la que declara haberse asignado un «doble propósito»: «Tratar de la Qabbalah y de su historia, y después exponer al mismo tiempo el método científico, según el cual trabajan unos autores para la mayoría favorablemente conocidos» (t. II, p 206). Así pues, no se trataba para él de seguir a los autores en cuestión ni de adoptar sus prejuicios sino antes al contrario de combatirlos, de lo cual no podemos sino felicitarle. Solamente que ha querido combatirles sobre su propio terreno y de alguna manera con sus propias armas, y es por eso que se ha hecho, por decirlo así el crítico de los críticos mismos. En efecto también él se sitúa bajo el punto de vista de la pura y simple erudición; pero aunque lo haya hecho voluntariamente, uno puede preguntarse hasta qué punto esta actitud ha sido verdaderamente hábil y ventajosa. M Vulliaud se rehusa a ser Kabbalista; y se rehusa con una insistencia que nos ha sorprendido y que no comprendemos muy bien. ¿Sería pues de los del número que se hacen una gloria de ser «profanos» y que hasta ahora no los habíamos encontrado sobre todo más que en los medios «oficiales», y, frente a los cuales M Vulliaud mismo ha dado pruebas de una justa severidad? Llega inclusive hasta calificarse de «simple aficionado»; en eso queremos creer que se calumnia él mismo. ¿No se priva así de una buena parte de esa autoridad que le sería necesaria frente a autores de los cuales discute las aserciones? Por lo demás, esa toma de partido de considerar una doctrina desde el punto de vista «profano», es decir, «desde el exterior», nos parece excluir toda posibilidad de una comprensión profunda. Y además, inclusive si esta actitud no es sino afectada, por ello no será menos deplorable dado que, aunque habiendo alcanzado por su propia cuenta la dicha comprensión, se obligará así a no hacer nada de la misma y el interés de la parte doctrinal se encontrará por ello fuertemente diminuido. En cuanto a la parte crítica, el autor hará antes figura de polémica que de juicio cualificado, lo que constituirá para él una evidente inferioridad. Por otra parte, dos propósitos para una sola obra, es probablemente demasiado, y, en el caso de M Vulliaud, es bien lamentable que el segundo de esos propósitos, tales cuales son señalados más atrás, le haga muy frecuentemente olvidar el primero, que era empero y con mucho el más importante. Las discusiones y las críticas, en efecto, se siguen de un cabo al otro de su libro e inclusive en los capítulos cuyo título anunciaría antes un sujeto de orden puramente doctrinal; se saca de su trabajo una cierta impresión de desorden y de confusión. Por otra parte, entre las críticas que hace M Vulliaud, si las hay que están perfectamente justificadas, por ejemplo las concernientes a Renan y a Frank, y también a algunos ocultistas, y que son las más numerosas, otras hay que son más contestables; así, en particular, las que conciernen a Fabre d'Olivet, frente por frente de quien M Vulliaud parece hacerse eco de ciertos odios rabínicos (a menos que no haya heredado del odio de Napoleón mismo para el autor de La Lengua hebraica restituida, pero esta segunda hipótesis es mucho más verosímil). De todas las maneras e inclusive si se trata de las críticas más legítimas, de las que pueden útilmente contribuir a destruir reputaciones usurpadas, ¿no habría sido posible decir las cosas más brevemente, y sobre todo más seriamente y en un tono menos agresivo? La obra hubiera ciertamente ganado con ello, primero porque no habría tenido la apariencia de una obra de polémica, aspecto que presenta muy frecuentemente y que gentes malintencionadas podrían fácilmente utilizar contra el autor y, lo que es más grave, lo esencial habría sido menos sacrificado a consideraciones, que, en suma, no son sino accesorias y de un interés bastante relativo. Hoy todavía otros defectos deplorables: Las imperfecciones de la forma son a veces molestas; no queremos hablar solamente de los errores de impresión, que son en extremo numerosos y cuyas erratas no rectifican sino una ínfima parte, sino de las muy frecuentes incorrecciones que es difícil, inclusive con una fuerte dosis de buena voluntad, poner sobre la cuenta de los tipógrafos. Hay así diferentes lapsus que vienen mal verdaderamente a propósito. Hemos relevado un cierto número de ellos, y éstos, cosa curiosa, se encuentran sobre todo en el segundo volumen, como si éste hubiera sido escrito más apresuradamente. Así, por ejemplo, Frank no ha sido «profesor de filosofía en el Colegio Stanislas» (p 241), sino en el Colegio de Francia, lo que es muy diferente. Así M Vulliaud escribe Capelle, y a veces igualmente Capele, hebraizando Lois Cappel, de quien podemos restablecer el nombre exacto con tanta más seguridad cuanto que al escribir este artículo, tenemos a la vista su propia firma. ¿No habría pues M Vulliaud visto este nombre más que bajo una forma latinizada? Todo esto no es gran cosa, pero, por el contrario, en la página 26, es cuestión de un nombre divino de 26 letras, y se encuentra después que ese mismo nombre tiene 42; este pasaje es verdaderamente incomprensible, y nos preguntamos si no hay ahí alguna omisión. Indicaremos todavía otra negligencia del mismo orden pero que es tanto más grave cuanto que es causa de una verdadera injusticia: Criticando a un redactor de la Enciclopedia británica, M Vulliaud termina con esta frase: «Nadie podía esperarse una sólida lógica del lado de un autor que en el mismo artículo estima que se han subestimado en demasía las doctrinas Kabbalísticas (absurdly overestimated) y que al mismo tiempo el Zohar es un farrago of absurdity» (t. II, p 418). Los términos ingleses han sido citados por M Vulliaud mismo; ahora bien, over-estimated no quiere decir, «subestimado» (que sería under-estimated), sino antes al contrario «sobre-estimado», que es precisamente lo opuesto, y así, cualesquiera que sean por lo demás los errores contenido en el artículo del autor en cuestión, la contradicción que se le reprocha no se encuentra ahí en realidad de ninguna manera. Con seguridad que estas cosas no son más que detalles, pero cuando uno se muestra tan severo hacia los demás y siempre está presto a cogerles en falta, ¿no debería esforzarse en ser irreprochable? En la transcripción de los términos hebraicos, hay una falta de uniformidad que es verdaderamente disgustante; sabemos bien que ninguna transcripción puede ser perfectamente exacta, pero al menos cuando se ha adoptado una de ellas, cualquiera que sea, sería preferible atenerse a la misma de una manera constante. Además hay términos que parecen haber sido traducidos mucho más apresuradamente, y para los cuales no habría sido difícil encontrar una interpretación satisfactoria; daremos de inmediato un ejemplo de ello bastante preciso. En la página 49 del tomo II está representada una imagen de terafim sobre la cual hay inscrito, entre otros, el término luz; M Vulliaud ha reproducido los diferentes sentidos del verbo luz dados por Buxtorf haciendo seguir a cada uno de ellos un signo de interrogación pareciéndole de tal modo poco aplicables, pero no ha pensado que existía igualmente un sustantivo luz, el cual significa ordinariamente «almendra» o «núcleo» (y también «almendro», porque designa al mismo tiempo al árbol y a su fruto). Ahora, este mismo sustantivo es, en la lengua rabínica, el nombre de una pequeña parte corporal indestructible a la cual el alma permanecería ligada después de la muerte (y es curioso notar que esta tradición hebraica ha inspirado muy probablemente algunas teorías de Leibnitz); este último sentido es ciertamente el más plausible y está, por otra parte, confirmado para nos, por el lugar mismo que el término luz ocupa sobre la figura. El autor comete a veces la sinrazón de abordar incidentalmente sujetos sobre los cuales está evidentemente mucho menos informado que sobre la Qabbalah, y de los cuales habría podido en efecto dispensarse de hablar, cosa que le hubiera evitado algunas equivocaciones, que por excusable que sean (dado que apenas es posible tener la misma competencia en todos los dominios), no pueden sino desmerecer un trabajo serio. Es así que hemos encontrado (t. II, p 377) un pasaje donde es cuestión de una así dicha «teosofía china» en la cual hemos gustado algún esfuerzo para reconocer el Taoísmo, que no es «Teosofía» según ninguna de las acepciones de este término, y cuyo resumen, hecho no sabemos cómo ni sobre la base de qué fuente (porque aquí falta justamente la referencia), es eminentemente fantástico. Por ejemplo, «la naturaleza activa, tien = el cielo», es puesta ahí en oposición a la «naturaleza pasiva, kouèn = tierra»; ahora bien, Kouèn jamás ha significado «la tierra», y las expresiones «naturaleza activa» y «naturaleza pasiva» hacen pensar mucho menos en concepciones del Extremo Oriente que en la «naturaleza naturante» y en la «naturaleza naturada» de Spinoza. Con la mayor candidez son confundidas aquí dos dualidades diferentes, la de la «perfección activa», Khièn, y la de la «perfección pasiva», Kouèn (y decimos «perfección» y no «naturaleza»), y la del «cielo», tièn, y de la «tierra», ti. Dado que hemos llegado a hablar de las doctrinas orientales, haremos a este propósito otra observación: Luego de haber destacado muy justamente el desacuerdo que reina entre los egiptólogos y los demás «especialistas» del mismo género, lo que hace imposible fiarse de su opinión, M Vulliaud señala que sucede la misma cosa entre los hinduistas (t. II, p 363), lo que es exacto; ¿pero cómo no ha visto que este último caso no era de ningún modo comparable a los otros? En efecto, tratándose de pueblos como los antiguos egipcios y los asirios, que han desaparecido sin dejar sucesores legítimos, no tenemos evidentemente ningún medio de control directo, y en efecto está permitido gustar un cierto escepticismo en cuanto al valor de ciertas reconstrucciones fragmentarias e hipotéticas; pero al contrario para la India o la China, cuyas civilizaciones se han continuado hasta nosotros y permanecen siempre vivientes, es perfectamente posible saber a qué atenerse a su respecto; lo que importa no es tanto lo que dicen los indianistas, sino lo que piensan los hindúes mismos. M Vulliaud que se preocupa de no recurrir más que a fuentes hebraicas para saber lo que es verdaderamente la Qabbalah y tiene sobre este punto una enorme razón, dado que la Qabbalah es la Tradición hebraica misma, ¿No podría admitir que uno no debe actuar de otro modo cuando se trata de estudiar las demás Tradiciones? Hay otras cosas que M Vulliaud no conoce mucho mejor que las doctrinas del Extremo-Oriente, y que empero hubieran debido serle más accesibles, aunque no fuera más que por el hecho de que son occidentales. Así, por ejemplo, el Rosicrucianismo, sobre el cual parece no saber apenas más que los historiadores «profanos» y «oficiales», y del cual parece habérsele escapado su carácter esencialmente hermético; sabe solo que se trata de algo enteramente diferente de la Qabbalah (la idea ocultista y moderna de una «Rosa-Cruz Kabbalística» es en efecto una pura fantasía), pero, para apoyar esta aserción y no quedarse en una simple negación de ello, todavía sería necesario demostrar precisamente, que la Qabbalah y el Hermetismo son dos formas Tradicionales enteramente distintas. Siempre en lo que concierne al Rosicrucianismo, no pensamos que sea posible «procurar una pequeña emoción a los dignatarios de la ciencia clásica» recordando el hecho de que Descartes haya buscado ponerse en relación con los Rosa-Cruz durante su estancia en Alemania (t. II, p 235); ya que ese hecho es más que notorio; pero lo que es cierto, es que no pudo llegar a ello, y que el espíritu mismo de sus obras, tan contrario como sea posible a todo esoterismo, es a la vez la prueba y la explicación de aquel fracaso. Es sorprendente ver citar, como el indicio de una posible afiliación de Descartes a la Fraternidad, una dedicatoria (la del Thesaurus mathematicus) que es manifiestamente irónica y en la que al contrario se siente todo el despecho de un hombre que no había podido obtener la afiliación que había buscado. Lo que es todavía más singular, son los errores de M Vulliaud en lo que concierne a la Masonería; es así que tras haberse burlado de Eliphas Levi, el cual en efecto ha acumulado confusiones cuando ha querido ponerse a hablar de la Qabbalah, M Vulliaud formula también, al hablar de la Masonería, afirmaciones que no son menos divertidas. Citamos el pasaje siguiente destinado a establecer que no hay ningún lazo entre la Qabbalah y la Masonería: «Hay una precisión por hacer sobre el hecho de limitar la Masonería a las fronteras europeas. La Masonería es universal, mundial. ¿Es igualmente Kabbalística entre los chinos y los negros?» (t. II, p 319). Ciertamente, las sociedades secretas chinas y africanas (las últimas se refieren más especialmente a las del Congo) no han tenido ninguna relación con la Qabbalah, pero todavía menos con la Masonería; y si ésta no está «limitada a las fronteras europeas», es únicamente porque los europeos la han introducido en otras partes del mundo. Y he aquí lo que no es menos curioso: «¿Cómo se explica esta anomalía (se si admite que la Masonería es de inspiración Kabbalística), de que el Francmasón Voltaire no tuviera más que desprecio para la raza judía?» (p 234). M Vulliaud ignora pues que Voltaire no fue recibido en la logia «Las Nueve Hermanas» más que a título puramente honorífico, y seis meses solamente antes de su muerte. Por otra parte, incluso si hubiera escogido un ejemplo mejor, eso nada probaría todavía, porque hay muchos masones, deberíamos decir incluso que el mayor número, y hasta en los más altos grados, a los cuales todo conocimiento real de la Masonería les es totalmente extraño (y podemos incluir entre estos a algunos dignatarios del Gran Oriente de Francia que M Vulliaud, dejándose sin duda imponer por sus títulos, cita en efecto sin razón como autoridades). Nuestro autor habría estado mejor inspirado invocando, en apoyo de su tesis, el hecho de que existen, en Alemania y en Suecia, organizaciones masónicas en las que los judíos están rigurosamente excluidos; es menester creer que nada sabía de ello, ya que no hace la menor alusión al respecto. Es muy interesante extraer de la nota con que termina el mismo capítulo (p 238) las líneas siguientes: «Diversas personas podrían reprocharnos haber razonado como si no hubiera más que una sola forma de Masonería. Ignoramos los anatemas de la Masonería espiritualista contra el Gran Oriente de Francia, pero, bien pesado todo, consideramos el conflicto entre las dos escuelas masónicas como una querella de familia». Haremos observar que no hay solamente «dos escuelas masónicas», sino que existe un enorme número de ellas, que el Gran-Oriente de Francia, como por lo demás el de Italia, no es reconocido por las demás organizaciones porque rechaza algunos lands maks o principios fundamentales de la Masonería, lo que constituye después de todo, una «querella» bastante sería (mientras que, entre las otras «escuelas», las divergencias están lejos de ser tan profundas). En cuanto a la expresión de «Masonería espiritualista» la misma no corresponde absolutamente a nada, provisto que no es más que una invención de algunos ocultistas, cuyas sugestiones M Vulliaud está, en general, menos constreñido a aceptarlas. Y, un poco más adelante, vemos mencionados como ejemplos de «Masonería espiritualista», el Ku-Klux-Klan, y los Orangistas (suponemos que se trata de la Royal Order of Orange), es decir, dos asociaciones puramente protestantes, que pueden sin duda contar con masones entre sus miembros, pero que, en sí mismas, no tienen más relación con la Masonería que las sociedades secretas del Congo de las que nos hemos ocupado precedentemente. Con seguridad que M Vulliaud tiene en efecto el derecho de ignorar todas estas cosas y muchas otras todavía y no pensamos deberle hacer reproches por ello; pero todavía una vez más, ¿qué es lo que le obligaba a hablar de ello, siendo dado que estas cuestiones estaban un poco fuera de su sujeto, y dado que por otra parte, sobre este sujeto mismo, no ha tenido la pretensión de ser absolutamente completo? De todas formas, si se hubiera atenido a él, habría tenido mucho menos trabajo en recoger, al menos sobre algunos de esos puntos, informaciones bastante exactas, antes que buscar una cantidad de libros raros y desconocidos que se complace en citar con una cierta ostentación. Bien entendido, todas estas reservas no nos impiden reconocer los méritos verdaderos de la obra, ni rendir homenaje al esfuerzo considerable que la misma testimonia; bien al contrario, si hemos de tal modo insistido sobre sus defectos, es porque estimamos que es hacer servicio a un autor hacerle críticas sobre puntos muy precisos. Ahora debemos decir que M Vulliaud, contrariamente a los autores modernos que le contestan (y entre éstos, cosa extraña, hay muchos israelitas), ha establecido muy bien la antigüedad de la Qabbalah, su carácter específicamente judaico y estrictamente ortodoxo; en efecto está de moda, entre los «críticos racionalistas» oponer la Tradición esotérica al rabbinismo exotérico, como si éstos no fueran los dos aspectos complementarios de una sola y misma doctrina. Al mismo tiempo, ha destruido un cierto número de leyendas demasiado extendidas (por esos mismos «racionalistas») y desprovistas de toda base, como la que quiere vincular la Qabbalah a las doctrinas neo-platónicas, como la que atribuye el Zohar a Moisés de León y hacer de él así una obra que data solo del siglo XIII, como la que pretende hacer de Spinoza un Kabbalista, y otras todavía más o menos importantes. Además ha establecido perfectamente que la Qabbalah en punto ninguno es «panteísta», como algunos lo ha pretendido (sin duda a causa del hecho de que creen poder vincularla a las teorías de Spinoza, que son, ellas sí, verdaderamente panteístas); y es muy justamente que observa «se ha hecho un extraño abuso de este término», que se aplica a diestro y siniestro a las concepciones más variadas con la sola intención de «buscar producir un efecto de espanto» (t.I, p 429), y también, añadiremos, porque se creen así dispensados de toda discusión ulterior. Esta absurda acusación es gratuitamente y con suma frecuencia renovada contra las doctrinas orientales; pero la misma produce siempre su efecto sobre algunos espíritus timoratos, si bien que este término de «panteísmo», a fuerza de ser utilizado abusivamente acabará por no significar nada; ¿cuándo, pues, se comprenderá que las denominaciones que han inventado los sistemas de la filosofía moderna no son aplicables más que a éstos exclusivamente? M Vulliaud muestra todavía que una pretendida «filosofía mística» de los judíos, diferente de la Qabbalah, es una cosa que jamás ha existido en realidad; pero por el contrario comete la sinrazón de utilizar el término «misticismo» para calificar a dicha Qabbalah. Sin duda que eso depende del sentido que se dé a este término, y el que el autor indica (el cual haría del mismo casi un sinónimo de «Gnosis» o conocimiento transcendente) sería sostenible si uno no hubiera de preocuparse más que de la etimología, ya que es exacto que «misticismo» y «misterio» tienen una misma raíz (t. I, pp 124 y 131-l32); pero al fin es menester también tener en cuenta el uso establecido que ha modificado y restringido considerablemente su significación. Por otra parte, en el uno o en el otro de estos dos casos, no nos es posible aceptar la afirmación de que el «misticismo es un sistema filosófico» (p 126); y si la Qabbalah toma con demasiada frecuencia en M Vulliaud una apariencia «filosófica», es esa una consecuencia del punto de vista «exterior» en el cual ha querido quedarse. Para nos la Qabbalah es mucho más una metafísica que una filosofía, y es en efecto mas iniciática que mística; tendremos por lo demás un día la ocasión de exponer las diferencias esenciales que existen entre la vía de los iniciados y la vía de los místicos (los cuales, anotémoslo de pasada, corresponde respectivamente a la «vía seca» y a la «vía húmeda» de los alquimistas). Sea como fuere, los resultados variados que hemos señalado podrían ser en adelante considerados como definitivamente adquiridos si la incomprensión de algunos pretendidos doctos no volviera siempre a ponerlo de nuevo todo en cuestión, refiriéndose a un punto de vista histórico al cual M Vulliaud acuerda (estaríamos tentado a decir desafortunadamente, sin empero desconocer la importancia relativa del mismo) lugar en demasía en relación al punto de vista propiamente doctrinal. Al sujeto de este último, indicaremos como más particularmente interesantes, en el primer volumen los capítulos que conciernen a Ensoph y a los Sephiroth (capítulo LX), la Shekinah y Metatron (cap XIII), si bien que hubiera sido deseable encontrar al respecto más desarrollos y más precisiones, así como en aquél en que son expuestos los procedimientos Kabbalísticos (cap V). En efecto, nos preguntamos si los que no tienen ningún conocimiento anterior de la Qabbalah, se encontrarán suficientemente aclarados por su lectura. A propósito de lo que podrían denominarse las aplicaciones de la Qabbalah, que aunque secundarias en relación a la doctrina pura, no son seguramente de descuidar, mencionaremos en el segundo volumen los capítulos consagrados al ritual (cap XIV), los consagrados a los amuletos (cap XV), y a las ideas mesiánicas (XVI); contienen cosas verdaderamente nuevas o al menos bastante poco conocidas; en particular, pueden encontrarse en el capítulo XVI numerosas informaciones sobre el lado social y político que constituye en buena medida a dar a la Tradición Kabbalística su carácter neta y propiamente judáico. Tal y como se presenta en su conjunto, la obra de M Vulliaud nos parece sobre todo capaz de rectificar un enorme número de ideas falsas, lo que es ciertamente algo, e incluso mucho, pero eso no es quizás suficiente para una obra tan importante y que quiere ser más que una simple introducción. Si el autor da de la misma un día una nueva edición sería deseable que separara tan completamente como fuera posible la parte doctrinal, que disminuye sensiblemente la primera parte, y que diera más extensión a la segunda, ello, incluso si actuando así corre el riesgo de no pasar ya más por el «simple aficionado», al papel del cual ha querido limitarse demasiado. Para terminar este examen del libro de M Vulliaud, formularemos todavía algunas observaciones al respecto de una cuestión que merece particularmente la atención, y que tiene una cierta relación con las consideraciones que ya hemos tenido la ocasión de exponer, especialmente en nuestro estudio sobre El Rey del Mundo; queremos hablar de la cuestión que concierne a la Shekinah y Metatron. En su sentido más general, la Shekinah es la «presencia real» de la Divinidad; la primera cosa que debemos hacer destacar es que los pasajes de la Escritura en los que es hecha especialmente mención de la misma son sobre todo aquellos en que es cuestión la institución de un centro espiritual: la construcción del Tabernáculo, la edificación de los Templos de Salomón y Zorobabel. Un tal centro, constituido en condiciones regularmente definidas, debía ser, en efecto, el lugar de la manifestación divina, siempre representada como una «luz»; y, aunque M Vulliaud niega toda relación entre la Qabbalah y la Masonería (aún reconociendo empero que el símbolo del «Gran Arquitecto» es una metáfora habitual en los rabinos), la expresión de «lugar muy iluminado y muy regular», que esta última ha conservado, bien parece ser un recuerdo de la antigua ciencia sacerdotal que presidía en la construcción de los templos, y que por lo demás no era particular a los judíos. Es inútil que abordemos aquí la teoría de las «influencias espirituales» (preferimos esta expresión a la de «bendiciones» para traducir el hebreo berakoth, tanto más cuanto que éste es el sentido que ha conservado muy nítidamente en árabe el término Barakah); pero incluso considerando las cosas bajo este solo punto de vista, sería posible explicar la palabra de Elías Levita que M Vulliaud narra: «Los Maestros de la Qabbalah tienen a este sujeto grandes secretos». Ahora la cuestión es tanto mas compleja cuanto que la Shekinah se presenta bajo aspectos múltiples; tiene dos aspectos principales: Interior uno y exterior el otro (t. I, p 495); pero aquí, M Vulliaud habría podido explicarse un poco más claramente de lo que lo ha hecho, tanto más cuanto que a despecho de su intención de no tratar más que de la «Qabbalah judía», ha señalado precisamente «las relaciones entre las teologías judía y cristiana a propósito de la Shekinah» (p 493). Ahora bien, justamente, hay en la Tradición cristiana, una frase que designa con el máximo de claridad los dos aspectos de que habla: Gloria in excelsis Deo, et in terra Pax hominibus bonae voluntatis. Los términos Gloria y Pax se refieren respectivamente al aspecto interno, en relación al Principio, y al aspecto exterior, en relación al mundo manifestado; y si se consideran estos dos términos de esta manera, uno puede comprender de inmediato por qué son pronunciados por los Ángeles (Malakim) para anunciar el nacimiento del «Dios con nosotros» o «en nosotros» (Emmanuel). También sería posible, para el primer aspecto, recordar la teoría de los teólogos sobre la «Luz de la gloria» en la cual y por la cual, se cumple la visión beatífica (in excelsis); y para el segundo aspecto diremos todavía que la «Paz» en su sentido esotérico, es indicada por todas partes como el atributo espiritual fundamental de los centros espirituales establecidos en este mundo (terra). Por otra parte el término árabe Sakinah, que es de toda evidencia idéntico al término hebreo, se traduce por «Gran Paz», la cual es el equivalente exacto de la Pax Profunda de los Rosa Cruz, y de esta manera, sería sin duda posible explicar lo que estos entendían por el «Templo del Espíritu Santo». Podríase de la misma manera interpretar de un modo preciso un cierto número de texto evangélicos, tanto más cuanto que «la Tradición secreta concerniente a la Shekinah tendría alguna relación con la luz del Mesías» (p 503). ¿Es pues sin intención que M Vulliaud, al dar esta última indicación, dice que se trata de la Tradición «reservada a los que prosiguen el camino que conduce al Pardes», es decir, como lo hemos explicado en otra parte, al Centro espiritual supremo? Esto nos lleva todavía a otra observación; un poco más adelante es cuestión de un «misterio relativo al jubileo» (p 506), el cual se vincula en un cierto sentido a la idea de «Paz» y a este propósito se cita este texto del Zohar (III, 586): «El río que sale del Edén lleva el nombre de Jobel, como del de Jeremías (XVII, 8): El extenderá sus raíces hacia el río, de donde resulta que la idea central del Jubileo es el retorno de todas las cosas a su estado primitivo». Está claro que se trata aquí del retorno al «estado primordial» considerado por todas las tradiciones y del cual hemos debido ocuparnos en nuestro estudio sobre Dante; y, cuando se añade que «el retorno de todas las cosa a su primer estado anunciará la era mesiánica» (p 507), los que hayan leído este estudio podrán acordarse de lo que hemos dicho allí al respecto de las relaciones entre el «Paraíso terrestre» y la «Jerusalén celeste». Por otra parte de lo que se trata aquí, por todas partes y siempre, en las fases diversas de la manifestación cíclica, es del Pardes, el centro de este mundo, que el simbolismo Tradicional de todos los pueblos compara al corazón, dentro del ser y «residencia divina» (Brahma-pura en la doctrina hindú), como el Tabernáculo que es su imagen y que, por esta razón, es denominado en hebreo mishkam o «habitáculo de Dios» (p 493), término que tiene la misma raíz que el término Shekinah. Bajo otro punto de vista, la Shekinah es la síntesis de los Sephiroth; ahora bien, en el árbol sefirótico, la «columna de la derecha» es el lado de la Misericordia, y la «columna de la izquierda» es el lado del Rigor; debemos pues reencontrar esos dos aspectos también en la Shekinah. En efecto «si el hombre peca y se aleja de la Shekinah, cae bajo el poder de las potencias (Sârim) que dependen del Rigor» (p 507), y entonces la Shekinah es llamada «mano de Rigor», lo que recuerda de inmediato el símbolo bien conocido de la «mano de justicia». Pero, al contrario, si el hombre se aproxima a la Shekinah, se libera, y la Shekinah es «la mano derecha» de Dios, es decir, que la «mano de justicia» deviene entonces la «mano bendiciente». Son los misterios de la «Casa de justicia» (Beith-Din) que es todavía otra designación del Centro espiritual supremo; apenas hay necesidad de hacer observar que los dos lados que hemos considerado son los mismos en los que se reparten los elegidos y los condenados en las representaciones cristianas del «Juicio final». Podríase igualmente establecer una aproximación con las dos vías que los Pitagóricos representaban por la letra Y, y que bajo una forma exotérica estaban simbolizadas por el mito de Hércules entre la Virtud y el Vicio; con las dos puertas celeste e infernal, que, entre los latinos, estaban asociadas al simbolismo de Janus; con las dos fases cíclicas ascendente y descendente que, entre los hindúes, se vinculaban semejantemente al simbolismo de Ganesha. En fin, es fácil comprender así lo que significan verdaderamente expresiones como las de «intención recta» y de «buena voluntad» (Pax hominibus bonae voluntatis), y los que conocen los numerosos símbolos a los cuales hemos hecho aquí alusión, verán que no carece de razón que la fiesta de Navidad coincida con el solsticio de invierno), cuando uno tiene cuidado de dar de lado con todas las interpretaciones exteriores, filosóficas y morales, que les han sido dadas desde los estoicos hasta Kant. «La Qabbalah da a la Shekinah un Paredro, que lleva nombres idénticos a los suyos, que posee por consecuencia los mismos caracteres» (pp 496-498), y que tiene naturalmente tantos aspectos diversos como la dicha Shekinah; su nombre es Metatron, y este nombre es numéricamente equivalente al de Shadday, el «Todo-Poderoso» (del cual se dice que es el nombre del Dios de Abraham). La etimología del término Metatron es muy incierta; M Vulliaud desgrana a este propósito varias hipótesis, una de las cuales la hace derivar del caldaico Mitra que significa «lluvia», y que tiene también, por su raíz, una cierta relación con la «luz». Si ello es así, por lo demás, la semejanza con el Mitra hindú y zoroastriano no constituye una razón suficiente para admitir una toma en préstamo del judaísmo a doctrinas extranjeras, como tampoco constituye otro tanto la función atribuida a la lluvia en las diferentes Tradiciones orientales, y a este propósito señalaremos que la Tradición judía habla de un «rocío de luz» que emana del «Árbol de Vida» y por medio del cual se efectuará la resurrección de los muertos (p 99), como también de una «efusión de rocío» que representa la influencia celeste que se comunica a todos los mundos (p 465), y que recuerda singularmente el simbolismo alquímico y rosicruciano. «El término de Metatron entraña todas las acepciones de guardián, de Señor, de enviado, de mediador» (p 499); es «el Ángel de la Faz», y también «el Príncipe del Mundo» (Sâr ha-ôlam); es «el autor de las teofanías, de las manifestaciones divinas en el mundo sensible» (p 492). Diríamos de buena gana que es el «Polo celeste» y como este tiene su reflejo en el «Polo terrestre» con el cual está en relación directa según el «eje del mundo», ¿no será por esta razón por lo que se dice que Metatron mismo fue el instructor de Moisés? Citamos todavía estas líneas: «Su nombre es Mikael, el Sumo Sacerdote que es holocausto y oblación delante de Dios. Y todo lo que los israelitas hacen sobre la tierra es cumplido en conformidad con lo que sucede en el mundo celeste. El Sumo Pontífice simboliza a Mikael, príncipe de la Clemencia… En todos los pasajes en los que la Escritura habla de la aparición de Mikael, se trata de la gloria de la Shekinah» (pp 500-501). Lo que se dice aquí de los israelitas puede decirse de todos los pueblos que poseen una Tradición verdaderamente ortodoxa; con mayor razón es menester decirlo de los representantes de la Tradición Primordial de la cual todas las demás derivan y a la cual están todas subordinadas. Por otra parte, Metatron no tiene solo el aspecto de la Clemencia sino también el de la Justicia; en el mundo celeste no es solamente el «Sumo Sacerdote» (Kohen ha-gadol), sino también el «Príncipe Sumo» (Sâr ha-gadol), lo que viene a decir que en él se encuentra el principio del poder real tanto como del poder sacerdotal o pontifical al cual corresponde propiamente la función de «mediador». Es menester observar igualmente que Melek, «rey» y Malaek, «ángel» o «enviado», no son en realidad más que dos formas del mismo y único término; además, Malaki, «mi enviado» (es decir, el enviado de dios, o «el ángel en el cual está Dios», Maleak ha-elohim) es el anagrama de Mikael. Conviene añadir que, si Mikael se identifica a Metatron como lo hemos visto, no representa de él empero más que un aspecto; al lado de la cara luminosa hay también una cara obscura, y tocamos aquí otros misterios. En efecto puede parecer extraño que Samuel se nombre igualmente Sâr ha-ôlam, y nos extrañamos un poco de que M Vulliaud se haya limitado a registrar este hecho sin el menor comentario (p 512). Es este último aspecto, y solamente éste, el que en un sentido inferior es el «genio de este mundo», el Princeps hujus mundi que es cuestión en el Evangelio; y esta relación con Metatron de quien es como la sombra, justifica el empleo de una misma designación en un doble sentido, y hace comprender al mismo tiempo por qué el número apocalíptico 666 es también un número solar (está formado en particular del nombre Sorath, demonio de Sol, y opuesto en tanto que tal al ángel Mikael). Por lo demás M Vulliaud destaca que según san Hipólito, «el Mesías y el Anticristo tienen ambos por emblema el león» (t. II, p 373), que es igualmente un símbolo solar; y la misma observación podría ser hecha para la serpiente y para muchos otros símbolos. Bajo el punto de vista Kabbalístico, es todavía de las dos caras opuestas de Metatron que se trata; de una manera más general, habría lugar a desarrollar, sobre esta cuestión del doble sentido de los símbolos, toda una teoría que no parece haber sido todavía expuesta claramente. No insistiremos más, al menos por el momento, sobre este lado de la cuestión, que es quizás uno de aquellos en los que se encuentran, para explicarle, las mayores dificultades. Pero volvamos todavía a la Shekinah: Ésta está representada en el mundo inferior por el último de los diez Sephiroth, que se llama Malkuth, es decir, el «Reino», designación que es bastante digna de destaque bajo el punto de vista en el que nos colocamos (tanto como la de Tsedek, «el Justo», que es a veces un sinónimo suyo); y Malkuth es «el reservorio donde afluyen las aguas que vienen del río de lo alto, es decir, todas las emanaciones (gracias o influencias espirituales) que la misma distribuye en abundancia» (t. I, p 509). Este «río de lo alto» y las aguas que del mismo fluyen nos recuerdan extrañamente la función atribuida al río celeste Gangâ en la Tradición hindú, y se podría también hacer observar que la Shakti, de la cual Gangâ es un aspecto, no carece de una cierta analogía con la Shekinah, aunque no fuera más que en razón de la función «providencial» que les es común. Sabemos bien que el exclusivismo habitual de las concepciones judaicas no se encuentra muy a sus anchas con tales aproximaciones, pero por ello no son menos reales y, para nos, que tenemos el hábito de no dejarnos influenciar por ciertos prejuicios, su constatación presenta un enorme interés, porque hay ahí una confirmación de la unidad doctrinal esencial que se disimula bajo la aparente diversidad de las formas exteriores. El reservorio de las aguas celestes es naturalmente idéntico al centro espiritual de nuestro mundo; de ahí brotan los cuatro ríos del Pardes, dirigiéndose hacia los cuatro puntos cardinales. Para los hebreos, este centro espiritual es la colina santa de Sión, a la cual dan el nombre de «corazón del mundo», y que deviene de esta manera para ellos el equivalente del Mêru de los hindúes o del Alborj de los Persas. «El Tabernáculo de la Santidad de Jehovah, la residencia de la Shekinah, es el Santo de los Santos, el cual es el corazón del Templo que es él mismo el centro de Sión (Jerusalén), como la Santa Sión es el centro de la Tierra de Israel, como la Tierra de Israel es el centro del mundo» (p 509). Es también de esta manera como Dante presenta Jerusalén como siendo el «polo espiritual», así como hemos tenido ya la ocasión de explicarlo; pero cuando uno sale del punto de vista propiamente judaico, esto deviene sobre todo simbólico y no constituye más una localización en el sentido estricto de este término. Todos los centros espirituales secundarios, constituidos en vista de las diferentes adaptaciones de la Tradición Primordial a unas condiciones determinadas, son imágenes del centro supremo; Sión puede no ser en realidad más que uno de estos centros secundarios, y puede a pesar de eso identificarse simbólicamente al centro supremo en virtud de esta analogía, y lo que hemos dicho ya en otra parte a propósito de la «Tierra Santa», que no lo es solamente la Tierra de Israel, permitirá comprenderlo más fácilmente. Otra expresión muy de destacar, como sinónimo de «Tierra Santa», es la de «Tierra de los Vivientes», se dice que «la Tierra de los Vivientes comprende siete tierras», y M Vulliaud precisa a este propósito que «esta tierra es Canaan en la cual había siete pueblos» (t. II, p 116). Sin duda, esto es exacto en el sentido literal; pero, ¿no corresponderían simbólicamente estas siete tierras a los siete dwîpas que, según la Tradición hindú tienen el Mêru como centro común? Y, si ello es así, cuando los mundos antiguos o las creaciones anteriores a la nuestra son representados por los «siete reyes de Edom» (el número se encuentra aquí en relación con los siete «días» del Génesis), ¿no hay en eso una semejanza, demasiado fuertemente acentuada como para ser accidental, con las eras de los siete Manús contados desde el comienzo del Kalpa hasta la época actual? No damos estas pocas reflexiones más que como un ejemplo de las consecuencias que es posible sacar de los datos contenidos en la obra de M Vulliaud; desafortunadamente es muy de temer que la gran mayoría de los lectores no puedan apercibirse de ellas y sacar de ahí las consecuencias por sus propios medios. Pero haciendo seguir así a la parte crítica de nuestra exposición con una parte doctrinal, hemos hecho un poco, en los límites de los que hemos debido ceñirnos forzosamente, lo que hubiéramos deseado encontrar en M Vulliaud mismo.